A esta hora de la noche no se puede hacer mucho. Solo queda
girar sin sentido en la mente. Hay perros allá afuera, siempre quieren
morderte, pero esta noche solo ladran constantemente. Hace tres días, de camino
a casa, me topé con una jauría, seguían el rastro de una hembra en celo. Mientras
yo bajaba por la vereda que desemboca al río escuché ladridos y revolcones
entre la hojarasca del suelo, pensé que solo eran dos perros casuales peleando
por algo de carroña, además los escuché lejos, pero al girar en un árbol de
mango me topé de frente con el resto de los animales. Me ladraron de inmediato,
arremetían y amenazaban con su potente ladrido, eran alrededor de quince perros
salvajes. Al aventarse uno los demás no lo dudaron, empuñé el machete que
acostumbro llevar siempre en el costado izquierdo, de una tajada me deshice de uno,
luego de dos y tres, pero no pude contra el resto. Me aventé hacia la barranca,
rodé golpeándome con raíces y rocas hasta que quedé atorado en una madriguera
derrumbada de armadillo. Estuve inmóvil y lleno de magulladuras cuando paré de
rodar. Recuerdo que gradualmente se fueron apagando los ladridos como si se
alejaran, >que bueno que se van< pensé, pero no era así y en pocos segundos quedé
completamente inconsciente. Menos mal que no andaban cazando, era más el hambre
de aparearse que el deseo de comer. Desperté cuando ya estaba oscuro, los aullidos
de los perros, esta ocasión ya lejos en verdad, agudizaron mi oído y al escucharlos
los pelos de todo mi cuerpo se crisparon. Al instante no recordé nada, ni qué había
sucedido. Fue una desesperación excesiva aquella amnesia temporal, cuando recordé
entré en verdadero pánico. Estaba paralizado,
inerte en el suelo tibio de arenal, solo podía girar un poco la cabeza, el
resto del cuerpo estaba completamente inútil. Las pupilas se me dilataron tanto
que aún en aquella oscuridad podía percibir ciertas sombras. Todo se fue
quedando en completo silencio, solo el silbido eterno de los grillos no se
apagó. Empecé a percibir los ruidos extraños propios de la noche, la respiración
siempre agitada del río y el aire dócil como si silbara una canción de cuna. Vi
las estrellas, las descubrí apenas por encima de las copas de los árboles, eran
intermitentes porque a intervalos muy breves una simple hoja tapaba su brillo, desaparecían
y aparecían, eran semejantes a luciérnagas quietas y blancas. Aquella escena me
quitó el miedo y me invadió una nostalgia rara. Me acordé de la ciudad y de las
comodidades que tenía y que por culpa de la guerra perdí, me acordé de mis
familiares que habían sido triturados por los engranes de esa guerra, ser desplazado los primeros días no fue fácil, andar de acá para allá de refugiado en las montañas me estaba curtiendo demasiado rápido. Me acordé de mi Dios como cada día, me acordé
de mi esposa que se quedaría sola, vulnerable e indefensa. Me puse a llorar,
así terminó el día uno.
El día dos hizo mucho sol y bochorno, alrededor de las diez u
once de la mañana iniciaron los estragos de la sed y la inanición, para las
tres de la tarde ya era fuerte la deshidratación. En uno de los bolsos llevaba un
pedazo de pan, pero ninguna extremidad de mi cuerpo respondía, por lo tanto,
era inútil que allí estuviera. Las hormigas hallaron pronto el pan en mi bolso.
Serian alrededor de las seis o las siete de la tarde, aproximadamente, cuando
escuché el desliz de un animal rastrero entre la hojarasca, miré hacia mis pies
y allí iba pasando una serpiente de coral, no era necesario quedarme inmóvil,
ya llevaba dos días así. Por un momento deseé que aquella serpiente me mordiera
e inyectara su ponzoña, prefería morir así y no gradualmente de hambre y sed y perplejidades.
Cuando aquel animal se alejó se me descargó la adrenalina y una vez más, por la
deshidratación y la debilidad, quedé inconsciente. En la madrugada, no sé a qué
hora pero estoy seguro que pasaba de la medianoche, me despertó una explosión enorme, me enteraría después que una bomba fue arrojada sobre el cuartel del ejército que está sobre la calle
cinco de febrero, en Martínez de la torre. Comencé a sudar frío y a llorar otra
vez, alcancé a ver el resplandor extinguirse de aquella llamarada en el aire. Me
acordé de mi esposa y a continuación de mi Dios. Así terminó el día dos.
El día tres inició con una caravana de ambulancias terrestres
y aéreas dirigiéndose a la zona bombardeada. Los helicópteros pasaron tan bajos
que el aire de sus hélices levantaba el polvo. No grité para que trataran de
localizarme y rescatarme, estoy seguro que no perdí la voz, pero ni los días anteriores
ni ese intenté gritar para ver si alguien me escuchaba, lo consideré inútil. El día tres, aproximadamente dos horas después
de que pasaran las ambulancias, ya casi desahuciado por la esperanza, fui
encontrado. No me enteré de mi rescate, ya comenzaba a agonizar mi cuerpo, las
heridas se habían infectado demasiado rápido debido al calor, la fiebre me hizo
convulsionar y entrar en shock. Desperté en una cama entre sabanas tibias, yo
sudaba demasiado, estaba repleto de agujas que me suministraban suero y antibióticos. Al abrir los ojos de inmediato una enfermera con uniforme de
soldado me dijo: "tranquilo, ya viene su mujer". El dueño de la casa donde habían
llegado mis rescatistas me reconoció y corrió a avisarle a mi esposa. Al notificar
que había despertado, el rescatista de la cruz roja que me halló, llegó a donde
yo estaba y se sentó a mi lado. Hola — me dijo — eres un hombre afortunado. Mira,
quiero presentarte a quienes te encontraron — Lanzó un chiflido y entraron dos
perros pastor alemán. Si hubiera estado conectado a una de esas máquinas que
miden el ritmo cardíaco, de inmediato hubieran notado que mi respiración aumentó
y mi presión arterial se disparó al ver a aquellos animales junto a mí. — se
llaman tobie y tez — me dijo el rescatista. En eso llegó mi esposa y sin pedir
permiso ni preguntar por dónde, me ubicó. Me dio un abrazo largo y me besó
mientras lloraba — ¿Qué te pasó, dime qué te pasó? — los perros querida, los perros... me salvaron — le dije apenas con voz, sintiendo la humedad
de sus lágrimas rodar también por mis mejillas.
Escrito por: Víctor López (@viktor_reader)