martes, 31 de marzo de 2015

SÍ...

Sí…


Responde sí a la resignación y al fracaso de ser escuchado…



Si por algún motivo tienes algo que explicar, mas no te entienden y te rodean argumentos incongruentes o repetitivos…

Solamente di que sí… y deja que las palabras se vayan.



Si en una plática relacional no eres tan atendido como los demás, y al llegar tu turno le ponen menos interés a tus comentarios…

Solamente di que sí… y acepta que no vale la pena esforzarse.



Si te reclaman que sucumbes muy rápido a la rendición, pero no saben, ni entienden, lo mucho que te esmeraste por un simple gesto de interés cordial y sincero…

Solamente di que sí… y pierde toda esperanza de hacer algún cambio en tu vida.



Y si por esto aún desconoces mi situación social, afectiva o incluso si todavía piensas que no lo intenté todo durante el tiempo que me importó la atención que me ponían…

Simplemente diré que si… y me dejare aplastar por tu aparente realidad…








Escrito por: Brand (@NaboMa)

Pintura de Adrián Borda.


domingo, 29 de marzo de 2015

RETROSPECCIONES DE ESTA NOCHE






A veces en el silencio de la noche, todos sus recuerdos le eran devueltos con la plenitud de una canción de infancia… en la soledad nadie escapa a los recuerdos.

(Antoine de Saint-Exupéri)









Voy a escarbar un poco en mi memoria, aunque debo advertirles que quizá sean confusos mis recuerdos. Regresaré a 1992 cuando tenía 6 años de edad. Les describiré el hogar donde pasé 9 años de mi infancia, la época con más carencia que he vivido junto a mis hermanos, pero la más inocente que recuerdo. Por aquellos años la casa era grande, de lámina galvanizada y un piso a desnivel donde se alojaba un negocio familiar. Un amplio callejón que unía a las dos calles principales del pueblo era nuestro patio de juegos. No teníamos camas, ni demasiadas cosas, la única cama en la casa era la de mis padres, mis hermanos y yo dormíamos en el piso, eso no era molestia en un lugar donde en verano llega a 38 °C y el bochorno sigue sofocando aun de noche.


No puedo mencionar una fecha en específico, pero recuerdo bien que esa noche incluso yo, quien ya estaba aclimatado, sentía calor. Cabe mencionar que la casa era vieja ya por aquellos años,  más viaja hoy y más vieja, por decreto, que mi infancia.  Fruto del esfuerzo de mis abuelos paternos a quienes nunca conocí. (pero albergo la esperanza, dentro de un pecho un poco deleznable, de conocerlos algún día en otro mundo completamente distinto) La casa tenía antecedentes de sucesos extraños: alguien arrojaba piedrecillas sobre la lámina,  se escuchaba el caer de una piedra grande en el callejón donde jugábamos, pero al salir y revisar no había nada, ni piedra ni huella sobre la tierra. Otras ocasiones, se escuchaba un paloteo sobre las mesas del negocio, en la  parte de abajo. En la corta estancia en esa tan añorada casa para mí, eso era de casi todos los días, y ya estábamos, por decirlo, acostumbrados. Pero aquella noche calurosa sucedió algo que jamás me ha vuelto a suceder y que a pocos les he confiado. La oscuridad ya había transcurrido unas cuantas horas, pero aún no era de madrugada. Me desperté con las ganas de ir a mear, me levanté de las cobijas tendidas sobre el piso y me dirigí al baño. Para eso tenía que pasar por donde estaba la mesa, pero al salir al comedor me quedé cuajado cuando en medio de la oscuridad vi a unos seres pequeños sentados a la mesa y brincando por encima de ella, como si fuera un festín y tuvieran una conducta relajada, dando brincos y desparramando todo a punta de patadas. El gigantesco miedo me petrificó, me vinieron unas inmensas ganas de gritar ¡papá! o ¡mamá! Pero ningún sonido salía de mí, ningún movimiento pudieron dar mis muertos músculos y mis piernas no respondían,  casi ningún respiro salía de mi nariz. La claridad de una noche iluminada por la luna nueva entraba por la ventana y me dejaba ver bien a aquellos seres extraños e intrusos en mi casa. Se dieron cuenta de mi presencia y al verme en aquella condición echaron a reír, o mejor dicho a burlarse. Fue una burla maligna y demoniaca  y me señalaban con el dedo y se burlaban en gran manera de mí, pero a pesar de las burlas evidentes, yo no escuchaba ningún ruido salir de aquellas carcajadas. Mis ojos podían ver a aquellos seres enanos y grises, incluso recuerdo a algunos con espinas saliendo de sus cuerpos y crecer al ritmo de sus burlas mientras se agarraban la panza, pero no hacían ruido. No recuerdo qué fue lo que hice, pero en mi afanoso y desesperado deseo de gritar por ayuda de mi papá, un movimiento por alguna inercia metafísica, me gusta creerlo así, me hizo extender el brazo izquierdo y encender la luz desde el interruptor.  Grité al momento de ver claridad y darme cuenta que aquellos demonios se habían esfumado con la luz artificial de un foco de 100 watts. Fue claro que grité, porque mi garganta se encontraba desgarrada por la mañana y con un dolor intenso, pero nadie en el momento me escuchó hacerlo. Ya no fui al baño solo, me dirigí a la cama de mis padres y sutilmente desperté a mi papá, pero no le conté nada, tenía tanto miedo que no pude hacerlo, solo le pedí que me acompañara al baño. 


Nos mudamos a la ciudad cuando yo tenía 9 años y dejamos aquella vieja casa, abandonada por algunos meses, hasta que mi papá la vendió a los Romero. Me dolió tanto saber que la casa había sido vendida a unos extraños. Sentí que mi niñez y mis recuerdos habían sido vendidos con ella. Mi corazón literalmente siente que dejó la infancia atrás y que aún ronda entre las paredes de hormigon, contando en secreto el pasado de un cuento que se volvio viejo. Tanto es así que la nostalgia aún invade esta memoria atrapada en recuerdos y de vez en cuando sueño que sigo viviendo en ese hogar de caliche y vigas de encino viejo.  Me veo en la tumba abierta de mis recuerdos, encima del closet de concreto, donde guardábamos cientos de libros y revistas viejísimas, polvorientas y llenas hollín, sentado en una reja de madera, leyendo sobre cosas que guardo hasta la fecha como frescos recuerdos ayer. 



 Escrito por: Víctor López  (@viktor_reader)

martes, 24 de marzo de 2015

DE CAFÉ, PUERTAS Y UNAS CUANTAS CONJETURAS (Con una y media de azúcar por favor).


“Cuando una puerta se cierra, otra se abre”
- Dicho popular –



Yo preferí quedarme un rato en el pasillo. Tampoco era como si tuviese muchas opciones. Cerré la puerta como normalmente cerramos las puertas, con un sabor amargo en la boca, desafortunadamente no de un amargo rico como el del café recién hecho, lo normal es que sea un amargo que duele, que se sufre. Afortunadamente todo lo que se quedó detrás de la puerta me dejó un hermoso sabor de boca. La amargura se disolvió y se quedó esa agradable sensación de calor que acompaña el primer sorbo del café caliente, ese que hierve. Ese que es el único modo en que se puede tomar un café digno. Ese que es el único modo digno de tomar café. El café que hierve con el calor abrasador de la pasión y el amor. Para mi sorpresa la taza que me tomé era de las pequeñas (pensé que me iba a durar más). Ni modo… ¿Qué le va uno a hacer?


Dicen que cuando una puerta se cierra otra se abre. La que está justo enfrente. Pero rara vez la que queremos que se abra es justamente la que está frente a la que se cerró. Y el pasillo tiene muchas y la mayoría están cerradas. Si no hubo suerte hay que buscar aquella que nos llevará a donde queremos. A veces se abren más de una. Y una vez hallada o halladas, según sea el caso, lo difícil, aparte de las ocasiones en que hay que hallar la manera de abrirlas, incluso forzarlas, es decidir a cual entrar, ya que ninguna lleva a dos sitios iguales. Semejantes tal vez, pero no iguales. Yo pensé que la mía me llevaría a ese lugar que tanto anhelaba. Me equivoqué (no sé bien en qué o me lo niego con eficacia) y me quedé lejos de mi destino soñado. Y para rematar, la puerta al frente de la que recién hube de cerrar no me llevaba a donde quería. Di un vistazo por la mirilla empotrada a la madera.   Pero no todo era malo. Si bien no me complacía, el camino al que daba acceso aquella puerta se veía prometedor. Y esa es otra de las cosas bonitas acerca de la naturaleza de las puertas. Algunas de ellas permiten volver al pasillo y continuar la búsqueda, sin deshacer el camino recorrido dentro de ellas. Otras más incluso permiten que uno las vuelva a abrir aún después de haberlas cerrado. Aunque con esas hay que tener cuidado. No es que sean mañosas, es que el diablo de la tentación suele atraernos a ellas cuando el peligro las ronda. Peor aún, cuando el peligro ha sido la causa por la cual las hemos cerrado. Y mucho peor aún, cuando a pesar del peligro, la puerta nos ha dejado un hermoso sabor de boca y una agradable sensación de tibieza en la garganta.


Mi primer impulso fue entrar a la puerta de enfrente, por norma oficial abierta al cerrarse la otra, sin embargo, y para doble sorpresa mía, esa tenía candados con fecha de apertura. No tardaría mucho… pero tampoco sería pronto. Y no podía forzarla. Entonces caminé un poco desorientado por el pasillo y encontré algunas puertas abiertas, mas sin embargo sabía de sobra que ninguna me llevaría a un lugar que, de momento, había perdido parte de su encanto. De manera que, atrapado como estaba, me quedé observando a las otras personas que también salían, buscaban y entraban intermitente e interminablemente. Noté que varios salían de una y, casi de inmediato, volvían a entrar, y luego de un rato repetían el procedimiento, todo ello en un constante ritual motivado por todo tipo de razones: Obsesión, amor, odio, rencores, alegrías, nostalgia, reencuentro… y otras tantas que desconozco porque simplemente no he cruzado suficientes puertas.



He dejado marcada la última en la que he estado. Le pinté un conejo y un tarro de miel para identificarla en caso de que me permita entrar otra vez… ¡ah! Porque olvidaba mencionar que, en muchas ocasiones, son las puertas quienes deciden quién entra y quién no. No obstante, soy consciente de que no es sano obsesionarse con una puerta. Al final, la pintura con que la he marcado se desvanecerá. Así lo he dispuesto para evitar que ansias polvosas u obsesiones insanas me arrastren hacia ella, en caso de que el tiempo ya no sea propicio para volver a entrar. Así lo he dispuesto para que no la encuentre y, tanto ella como yo, podamos echar llave a lo que me gustaría recordar, de aquí y hasta el fin de mis días, como una deliciosa y agradable taza de café, de esas que hierven con el calor de la pasión y el amor, y que saben a madurez, afecto sincero y una pizca de dulzura. Tal vez mucha, porque me gusta el café con azúcar. 





Escrito por: Jim Osvaldo Marín Acevedo (@Capitanjms)







domingo, 22 de marzo de 2015

EN PIEL Y HUESOS

La primera vez que la vi le sujeté  la falda. Jamás habría hecho eso de no ser por la mirada que me fijó desde que cruzó la calle hasta que  pasó frente a mí. Era un viernes caluroso y yo descansaba en la barda del parque, fue instinto, debía hacerlo o de lo contrario se iría y quizá sería para siempre. La primera vez que dormimos juntos le sujeté la mano toda la noche, y así dormí completamente quieto, plácido y lleno de paz. 

Han sido  cortos los años que llevamos compartiendo y ha sido difícil convivir con ella. Su complicado carácter me ha llevado a ser alguien totalmente distinto, en ocasiones al borde de la locura, pero al final siempre hay aire en mis pulmones para dejar escapar todo y ahogarlo en el silencio de mi almohada, mientras ella duerme junto a mí. Hemos peleado tantas veces, pero han sido más las reconciliaciones, más los besos que los gritos, aún más el sudor que las lágrimas. Nos despedimos infinidad de ocasiones, molestos después de una pelea y completamente seguros de no volver a vernos jamás. La primera vez  solo fue una semana la que soportamos separados, fue la semana más larga, más que los años que llevamos de casados. Me hizo volver a la casa con el argumento de que una llave de la regadera se había roto, cuando la revisé,  era completamente evidente que la llave fue rota a martillazos y no por el uso que habitualmente se le da. No pedí explicaciones, ni ella  las dio, los dos entendimos la urgencia de una reconciliación. Aunque no lo creas, aquella fue la primera ducha que tomamos juntos, de eso han pasado demasiados años. La segunda ocasión que nos corrimos yo regresé a humillarme, nuestros hijos, los gemelos  Aristeo y Aranza, tenían dos años y un mes de edad, no aguanté ni un día fuera y lejos de sus vidas. Ella no me humilló ni se ensalzó con mis ruegos, se tiró al suelo conmigo y me acompaño en silencio.
Fuimos envejeciendo juntos en piel y huesos, mientras nuestros hijos crecían nosotros nos encorvábamos. Han cambiado tantas cosas, no solo en nosotros, pero sigo afirmando y coincido con ella que la vejez es hermosa cuando en  la juventud se es racional. Y allá viene la mujer de la que te hablo, mi mujer, al compás de su bastón; procuro ya no hacerla enojar desde que usa ese pedazo de palo, me ha tocado esquivarlo un par de veces. Espero haber contestado tu pregunta, y aunque solo me preguntaste que tiempo llevo de casado, no podía solo decirte una cifra, sin tratar de explicarte lo que  67 años de matrimonio significan para mí.

ESCRITO POR: Víctor López (@viktor_reader)