A veces en el silencio
de la noche, todos sus recuerdos le eran devueltos con la plenitud de una canción
de infancia… en la soledad nadie escapa a los recuerdos.
(Antoine de Saint-Exupéri)
Voy a escarbar un poco en mi memoria, aunque debo
advertirles que quizá sean confusos mis recuerdos. Regresaré a 1992 cuando tenía 6 años de edad. Les describiré el hogar donde pasé 9 años de mi
infancia, la época con más carencia que he vivido junto a mis hermanos, pero la
más inocente que recuerdo. Por aquellos años la casa era grande, de lámina
galvanizada y un piso a desnivel donde se alojaba un negocio familiar. Un
amplio callejón que unía a las dos calles principales del pueblo era nuestro
patio de juegos. No teníamos camas, ni demasiadas cosas, la única cama en la
casa era la de mis padres, mis hermanos y yo dormíamos en el piso, eso no era
molestia en un lugar donde en verano llega a 38 °C y el bochorno sigue sofocando aun de noche.
No puedo mencionar una fecha en específico, pero recuerdo
bien que esa noche incluso yo, quien ya estaba aclimatado, sentía calor. Cabe mencionar
que la casa era vieja ya por aquellos años, más viaja hoy y más vieja, por decreto, que mi
infancia. Fruto del esfuerzo de mis
abuelos paternos a quienes nunca conocí. (pero albergo la esperanza, dentro
de un pecho un poco deleznable, de conocerlos algún día en otro mundo
completamente distinto) La casa tenía antecedentes de sucesos extraños:
alguien arrojaba piedrecillas sobre la lámina, se escuchaba el caer de una piedra grande en
el callejón donde jugábamos, pero al salir y revisar no había nada, ni piedra
ni huella sobre la tierra. Otras ocasiones, se escuchaba un paloteo sobre las
mesas del negocio, en la parte de abajo.
En la corta estancia en esa tan añorada casa para mí, eso era de casi todos los
días, y ya estábamos, por decirlo, acostumbrados. Pero aquella noche calurosa sucedió
algo que jamás me ha vuelto a suceder y que a pocos les he confiado. La oscuridad ya había transcurrido unas cuantas horas, pero aún no era de madrugada. Me desperté
con las ganas de ir a mear, me levanté de las cobijas tendidas sobre el piso y
me dirigí al baño. Para eso tenía que pasar por donde estaba la mesa, pero al salir al comedor me quedé cuajado
cuando en medio de la oscuridad vi a unos seres pequeños sentados a la mesa y brincando por encima de
ella, como si fuera un festín y tuvieran una conducta relajada, dando brincos y
desparramando todo a punta de patadas. El gigantesco miedo me petrificó, me vinieron
unas inmensas ganas de gritar ¡papá! o ¡mamá! Pero ningún sonido salía de mí, ningún
movimiento pudieron dar mis muertos músculos y mis piernas no respondían, casi ningún respiro salía de mi nariz. La claridad de una noche iluminada por la luna nueva entraba por la ventana y me dejaba ver bien a aquellos
seres extraños e intrusos en mi casa. Se dieron cuenta de mi presencia y al
verme en aquella condición echaron a reír, o mejor dicho a burlarse. Fue una
burla maligna y demoniaca y me señalaban
con el dedo y se burlaban en gran manera de mí, pero a pesar de las burlas
evidentes, yo no escuchaba ningún ruido salir de aquellas carcajadas. Mis ojos podían
ver a aquellos seres enanos y grises, incluso recuerdo a algunos con espinas
saliendo de sus cuerpos y crecer al ritmo de sus burlas mientras se agarraban
la panza, pero no hacían ruido. No recuerdo qué fue lo que hice, pero en mi
afanoso y desesperado deseo de gritar por ayuda de mi papá, un movimiento por
alguna inercia metafísica, me gusta creerlo así, me hizo extender el brazo
izquierdo y encender la luz desde el interruptor. Grité al momento de ver claridad y darme cuenta que
aquellos demonios se habían esfumado con la luz artificial de un foco de 100 watts. Fue claro que grité, porque
mi garganta se encontraba desgarrada por la mañana y con un dolor intenso, pero
nadie en el momento me escuchó hacerlo. Ya no fui al baño solo, me dirigí a la cama
de mis padres y sutilmente desperté a mi papá, pero no le conté nada, tenía
tanto miedo que no pude hacerlo, solo le pedí que me acompañara al baño.
Nos mudamos a la ciudad cuando yo tenía 9 años y dejamos aquella vieja casa, abandonada por algunos meses,
hasta que mi papá la vendió a los Romero. Me dolió tanto saber que la casa había
sido vendida a unos extraños. Sentí que mi niñez y mis recuerdos habían sido
vendidos con ella. Mi corazón literalmente siente que dejó la infancia atrás y que aún ronda entre las paredes de hormigon, contando en secreto el pasado de un cuento que se volvio viejo. Tanto
es así que la nostalgia aún invade esta memoria atrapada en recuerdos y de vez
en cuando sueño que sigo viviendo en ese hogar de caliche y vigas de encino
viejo. Me veo en la tumba abierta de mis recuerdos, encima del closet de concreto,
donde guardábamos cientos de libros y revistas viejísimas, polvorientas y llenas
hollín, sentado en una reja de madera, leyendo sobre cosas que guardo hasta la fecha como
frescos recuerdos ayer.
Escrito por: Víctor López (@viktor_reader)