“Cuando una puerta se cierra, otra se abre”
- Dicho popular –
Yo preferí quedarme un
rato en el pasillo. Tampoco era como si tuviese muchas opciones. Cerré la
puerta como normalmente cerramos las puertas, con un sabor amargo en la boca,
desafortunadamente no de un amargo rico como el del café recién hecho, lo
normal es que sea un amargo que duele, que se sufre. Afortunadamente todo lo
que se quedó detrás de la puerta me dejó un hermoso sabor de boca. La amargura
se disolvió y se quedó esa agradable sensación de calor que acompaña el primer
sorbo del café caliente, ese que hierve. Ese que es el único modo en que se
puede tomar un café digno. Ese que es el único modo digno de tomar café. El
café que hierve con el calor abrasador de la pasión y el amor. Para mi sorpresa
la taza que me tomé era de las pequeñas (pensé que me iba a durar más). Ni
modo… ¿Qué le va uno a hacer?
Dicen que cuando una
puerta se cierra otra se abre. La que está justo enfrente. Pero rara vez la que
queremos que se abra es justamente la que está frente a la que se cerró. Y el
pasillo tiene muchas y la mayoría están cerradas. Si no hubo suerte hay que
buscar aquella que nos llevará a donde queremos. A veces se abren más de una. Y
una vez hallada o halladas, según sea el caso, lo difícil, aparte de las
ocasiones en que hay que hallar la manera de abrirlas, incluso forzarlas, es
decidir a cual entrar, ya que ninguna lleva a dos sitios iguales. Semejantes
tal vez, pero no iguales. Yo pensé que la mía me llevaría a ese lugar que tanto
anhelaba. Me equivoqué (no sé bien en qué o me lo niego con eficacia) y me
quedé lejos de mi destino soñado. Y para rematar, la puerta al frente de la que
recién hube de cerrar no me llevaba a donde quería. Di un vistazo por la
mirilla empotrada a la madera. Pero no todo era malo. Si bien no me
complacía, el camino al que daba acceso aquella puerta se veía prometedor. Y
esa es otra de las cosas bonitas acerca de la naturaleza de las puertas.
Algunas de ellas permiten volver al pasillo y continuar la búsqueda, sin
deshacer el camino recorrido dentro de ellas. Otras más incluso permiten que
uno las vuelva a abrir aún después de haberlas cerrado. Aunque con esas hay que
tener cuidado. No es que sean mañosas, es que el diablo de la tentación suele
atraernos a ellas cuando el peligro las ronda. Peor aún, cuando el peligro ha
sido la causa por la cual las hemos cerrado. Y mucho peor aún, cuando a pesar
del peligro, la puerta nos ha dejado un hermoso sabor de boca y una agradable
sensación de tibieza en la garganta.
Mi primer impulso fue
entrar a la puerta de enfrente, por norma oficial abierta al cerrarse la otra,
sin embargo, y para doble sorpresa mía, esa tenía candados con fecha de
apertura. No tardaría mucho… pero tampoco sería pronto. Y no podía forzarla.
Entonces caminé un poco desorientado por el pasillo y encontré algunas puertas
abiertas, mas sin embargo sabía de sobra que ninguna me llevaría a un lugar
que, de momento, había perdido parte de su encanto. De manera que, atrapado
como estaba, me quedé observando a las otras personas que también salían, buscaban
y entraban intermitente e interminablemente. Noté que varios salían de una y,
casi de inmediato, volvían a entrar, y luego de un rato repetían el
procedimiento, todo ello en un constante ritual motivado por todo tipo de
razones: Obsesión, amor, odio, rencores, alegrías, nostalgia, reencuentro… y
otras tantas que desconozco porque simplemente no he cruzado suficientes
puertas.
He dejado marcada la
última en la que he estado. Le pinté un conejo y un tarro de miel para
identificarla en caso de que me permita entrar otra vez… ¡ah! Porque olvidaba
mencionar que, en muchas ocasiones, son las puertas quienes deciden quién entra
y quién no. No obstante, soy consciente de que no es sano obsesionarse con una
puerta. Al final, la pintura con que la he marcado se desvanecerá. Así lo he
dispuesto para evitar que ansias polvosas u obsesiones insanas me arrastren
hacia ella, en caso de que el tiempo ya no sea propicio para volver a entrar.
Así lo he dispuesto para que no la encuentre y, tanto ella como yo, podamos
echar llave a lo que me gustaría recordar, de aquí y hasta el fin de mis días,
como una deliciosa y agradable taza de café, de esas que hierven con el calor
de la pasión y el amor, y que saben a madurez, afecto sincero y una pizca de
dulzura. Tal vez mucha, porque me gusta el café con azúcar.
Escrito por: Jim Osvaldo Marín Acevedo (@Capitanjms)
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