domingo, 8 de marzo de 2015

SESENTA AÑOS DE LECTURA

Era la quinta vez que intentaba leer esta novela. Me aguardaba el libro descansando en mi regazo, recién sacudido de los polvos del olvido que se le fueron acumulando al paso inadvertido de los años y la indiferencia de otros libros que sí termine de leer. El crujir de mi silla mecedora era como la gota desquiciante en el fregadero, pero me daba igual. La vista a través de los ventanales era grandiosa, lo sigue siendo, como dan hacia el poniente de la ciudad puedo ver el parque frente a la casa, iluminado por los rayos agonizantes del sol, antes de pernoctar tras el cerro. La brisa rumorosa se deslizaba por los vidrios y las paredes, algo le musitaba  a los árboles al oído que los hacia moverse levemente y al tallar sus hojas siseaban, como respondiéndole a la brisa en una charla infinita y liosa. Después de que la luz vespertina se apagó tuve que encender la luz eléctrica, camino al interruptor  tropecé con el  gato de porcelana, esa costumbre de dejarlo en el piso para creer que era un gato de verdad ya me había tirado un par de veces. Regresé a la silla y contemplé el libro de pasta verde adornado con hojas, impresas en el contorno de la portada, que a mi parecer eran de laurel, ojee  el título que ya había leído más de cien veces y abrí el libro, resuelto  a terminarlo de leer en esta ocasión de una vez por todas. Omití la presentación y comentarios de Álvaro Mutis, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Víctor  García de la Concha y Claudio Guillen. Fui directo a la primera estrofa de la novela, donde a un personaje le sobreviene el recuerdo de su niñez. Esas cuantas líneas me hicieron recordar la primera vez que intente leer esta vieja novela. El recuerdo del olor a libro nuevo acarició mi olfato otra vez, chocando en mis narices con el olor a libro viejo que ahora impregnaba cada una de sus páginas; por otro poco lloro. Ése recuerdo estaba enlazado a otro, que a su vez se anclaba a otros más. Cada uno de ellos era un eslabón en la cadena larga de la vida y la cadena que aún arrastro, la mía, es una de las más largas y pesadas. Tengo la maldición de una vida longeva, al igual que mi bisabuela; la abuela Ramona como le decíamos,  y la tía chabela; que en realidad era mi tía abuela. En nada se complace una vida larga llena de pesares y dolencias. Los achaques de la vejez son los reclamos y el echar en cara de la juventud; sin embargo todavía los sobrellevo, cada día los siento más reacios a mis pocas fuerzas, las que me levantan cada mañana y me mantienen independiente y solo a mis 90 años. Con ayuda de mis lentes  y de una buena luz seguí leyendo hasta después de las nueve de la noche. Aunque el silencio era una un mar calmo y sutil, pero espeso y sofocante, dentro en mi cabeza había un estruendo, en mi imaginación nacía una algarabía febril con cada palabra, con cada oración de aquella narración vetusta pero reciente para mí. Como a muchos nos pasa no me di cuenta a qué hora me quede dormido, solo recuerdo despertar a la mañana siguiente por el trino, o la bulla más bien, de los papanes; pajaros escandalosos y poco comunes por estos rumbos de clima frío. No recuerdo haber cerrado el libro y puesto el separador, pero lo estaba. Me levanté para estirar mis tendones y articulaciones que rechinaron como bisagras viejas y oxidadas. Recorrí el largo camino a la cocina, nadando a través del mar del silencio que  inundaba cada rincón de la casa. Tanto así que si me quedaba inmóvil y atento a su oleaje, podía percibir cierto olor a salitre y brisa de mar que se desprendía de las paredes, corría libre por los pasillos, bajaba por las escaleras hasta el primer piso y se arremolinaba en cada habitación aguardando a que abriera las ventanas para escapar, arrojándose al exterior  y trotar libre como lo es el viento.  Al llegar a la cocina me preparé el café de la mañana y el desayuno estilo francés que cada viernes me preparaba, al terminarlo tracé la misma ruta de regreso a mi cuarto de lectura, donde me esperaba la silla mecedora con el espacio aún tibio en el cojín que amortiguaba mi estancia en ella. El libro descansaba en el pequeño buró de cedro que estaba junto a la silla, lo abrí de vuelta y me senté, mientras el aroma de otra taza de café que traje de la cocina, y el vapor, levitaban por encima del buró y desplazaban el alcalino olor del salitre. Seguí leyendo inmóvil, ahora yo era el que parecía una estatua que le hacía compañía al gato de porcelana, que ya tenía las dos orejas despostilladas. Cuando me di cuenta  ya atravesaba la pagina 386, me detuve en la línea que dice: (…) le pareció bueno (...) para bautizar el negocio: “Rifas de la Divina Providencia”. En ese lapso de tiempo me levanté una vez más para estirar mis pies y desdoblar las articulaciones, entumidas aún por haber dormido la noche entera en la silla mecedora. El café se había terminado y pensé seriamente en ir hasta la cocina por otro poco, pero me dio pereza considerando la distancia hasta el primer piso. No tuve más opción que seguir leyendo, decisiones como esa me habían impedido terminar el libro un par de veces, hace demasiados años atrás, así que hice a un lado el antojo del café. Me faltaba poco, todo concluía en la página 471, solo me restaban 85 páginas para terminar una novela que me había tomado sesenta años leer.

Disfruté por adelantado el sabor de un triunfo, la gloria y la satisfacción de casi concluir  aquel libro del grosor de una biblia. Mi espíritu se regocijó con esa idea, pero también se llenó de temor al imaginar que por algún detalle tuviera que abandonar la lectura y perder la secuencia de una historia fantástica, que rayaba entre la utopía y la realidad. Que tonto fui al emocionarme por adelantado, fue en vano, me sentí avergonzado como un niño corregido por las palabras de su padre. Todo cambió 65 páginas adelante cuando encontré una nota escrita a mano sobre un pedazo de papel estraza, decía:

Continúa leyendo. Cuando termines, entre esta novela encontraras algo que te cambiará la vida.


Imaginé que en las páginas restantes encontraría una frase con alguna verdad esencial, o con algún consejo o principio, de esos que tantas veces me hicieron reflexionar. ¡Qué sorpresa me llevé! Ahora el motivo para terminar de leer ésta novela había cambiado drásticamente. Me esforcé demasiado por no perder la continuidad de la historia, tanto fue así que  varias ocasiones tuve que regresar una o dos páginas y volver a leer el contexto para no divagar en una lectura superficial, todo por una nota que mi esposa me había escrito en vida. Ya desde hace muchos años que no me dolía el recuerdo de mi esposa, su vida junto a mí la recordaba como un suceso feliz y su muerte como una cita  pospuesta con ella, una más de las tantas citas que tuvimos después del trabajo, donde festejamos sin tener un motivo para festejar y sin tener un evento o acontecimiento para celebrar. Después de traslapar retrospecciones de la novela con una retrospección de mi vida, continúe con la lectura. Dejé la nota en la misma página donde la encontré, como si fuera un recuerdo revivido y devuelto al mismo lugar de la memoria, para no extraviarlo entre otros tantos recuerdos desparpajados. Continúe leyendo aún más atento al ver que las hojas se acababan. Cuando finalicé la penúltima página, la número 470, con la esquina de la hoja entre mis dedos a punto de cambiar de página, me detuve. Recapacité un poco en lo que había leído desde que encontré la nota, pero en ninguna de las líneas descubrí algo que  calara en mis adentros, tanto como para cambiar mi vida. Toda la novela estaba narrada de una forma magistral, pero fuera de eso nada que implicara un cambio en mi perspectiva. Cambié de página ansioso -quizás en esta última encuentre lo que tanto espero leer- pensé con cierta emoción. Fue allí cuando se asomó otra nota escrita también en papel estraza, no la toqué, ni la levanté, así como se descubrió al soltar la página la leí.

-Felicidades... Tu vida cambiara, no por haber concluido tu lectura sino porque vas a ser papá... Mes y medio.


En ese instante el dolor que creí extinto renació, pero esta vez como una florecilla en medio de espinos y cardos y no como la espina en la carne que mucho tiempo lo fue. Me extravié en un silencio abismal, a pesar de que no había dicho palabra  alguna desde que desperté a las siete de la mañana y transcurrían ya las dos de la tarde. La bulla dentro de mi cabeza de pronto se volvió sedimento y apagó sus gritos como quien guarda un minuto de silencio en señal de duelo. Todo empezó a colapsar y sentí como si la casa se redujera a ese pequeño espacio donde yo leía. Todo se tornó obscuridad, esa nota eclipsó la luz de mi día. Hasta ese momento descubrí cuándo colocó mi esposa aquellas notas; en mi tercer intento por leer el libro. Por aquellos tiempos, mientras leía, un fuerte quejido de mi esposa vino desde la recámara, la encontré retorciéndose del dolor mientras una mancha de sangre se  tendía sobre las cobijas. Ya en el hospital nos dieron la noticia: << perdió al bebé, lo siento >> Mi esposa quiso darme la sorpresa de la mejor manera, pero terminó siendo una tarde trágica. En aquel hospital frio supe que íbamos a ser papás, y lo fuimos, pero de un hijo que falleció antes de nacer. Aquella fue la etapa de depresión más fuerte que vi sufrir a mi esposa, por otro poco y me hundo con ella. Hice a un lado la lectura, los partidos de pool los viernes por la tarde con los amigos, los jueves de cerveza en la tienda de Jaime. Hice a un lado todo para pasar más tiempo con mi esposa y salir de ese lodazal de lamentos y tristezas. El libro quedó olvidado una vez más e inconcluso, extraviado por dos años y tres meses hasta que lo encontré debajo del librero un día que hicimos limpieza, cuando estrenamos la nueva aspiradora (ahora entiendo por qué mi mujer entristeció aquella tarde que lo hallamos, lo que no comprendo es por qué no quitó las notas).  Dos años después, cuando mi esposa quedo embarazada del que sería nuestro único hijo, me lo dijo personalmente al otro día que ella se enteró, pero en esos días previos yo no estaba leyendo el libro. Habíamos superado ya la tristeza del aborto espontáneo.  Después me metí de lleno al trabajo y no fue hasta que nuestro hijo tenía cinco años que por cuarta vez intente leer este libro y por cuarta vez lo olvidé, sobrevivió viejo y arrumbado hasta que anteayer lo concluí al fin. A los personajes de esta magnífica novela creo ya también les salieron canas, otros ya han de llevar muchos años de muertos; pero resucítalos y rejuvenécelos con tu lectura. Déjame decirte que por otro poco no concluyo de leer la última página, cuando encontré la segunda nota me perdí en tantos recuerdos, pero fueron más los sentimiento. El escozor de aquellas memorias me hizo perder la noción del tiempo, fueron dos horas las que me fui, recordando, y cuando regresé dejé soltado un tufo, como liberando el espíritu de mi vida pasada.

 Yo siempre fui el más viejo en esta casa, incluso más que la casa misma. La vida no ha sido dura conmigo, ni cruel, ella simplemente ha fluido en su naturaleza. Pero vi morir a mi esposa hace veinte años y a mi hijo hace once, yo creo que eso no es normal, debería ser que los que nacimos primero muramos primero, pero para mi desdicha o dicha no fue así, y sigo aquí... ¡vivo!

Ahora puedo regalarte este magnífico libro de pasta verde, es edición conmemorativa. No te fijes en los daños de la portada, ni en los rastros de humedad, disfruta el contenido y su olor de la misma manera. Entre sus páginas van las notas que me escribió mi esposa, en el mismo lugar donde ella las colocó hace tantos años. Esas notas son más parte de la vida de este libro, que parte de la mía. Perdóname por escribirte una carta tan extensa, no era mi intención en realidad, solo es parte de residuos y migajas que deja la lectura. Estoy seguro que te sentirás satisfecho cuando termines de leer ésta novela y desmiénteme por favor si no es así. Estoy tan convencido que daría mi vida, la poca que me sobra, asegurando que disfrutarás cada palmo de esta magnífica historia, y que sentirás cierto regocijo cuando vayas terminado de leer las últimas líneas que dicen:
...porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.




escrito por: Víctor López (@viktor_reader)








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