domingo, 26 de abril de 2020

BOSQUE DE CEDROS

Y nos cayó la tarde en aquel bosque de cedros.
Había un olor amargo de varas quebradas recientemente y un ligero olor a madera seca desprendiéndose de la alfombra de hojas tendidas en el suelo.
No había más lugar que el bosque entero, nos sentamos en el mejor lugar y comenzó la brisa a mover las ramas.
Si no han visto caer las semillas de cedro no podrán comprender la aerodinámica de su descenso, no saben de la gracia con que se siembran, no podrán comprender por qué quedé sumida en el embeleso. Seguían cayendo hojas y semillas, seguía cayendo la tarde. Permanecimos sentados, él recargado en el tronco de un cedro viejo y yo recostada en la mezclilla de su pantalón.
Cayeron tantas semillas y él sembró en mí tantos besos. Cayeron hojas y después cayó la lluvia.
No miramos las nubes por estar mirándonos, no volteamos hacia el cielo, se nos olvidó, él y yo decidimos ser terrenales, no vimos, más allá de las copas de los árboles no quisimos ver. Debajo permanecimos él y yo.
El agua nos obligó a escapar de allí, era una lluvia de junio. No había tanta prisa pues no había lugares para escamparse del chubasco. Caminamos con rumbo a encontrar la carretera principal para abordar el autobús que pasaría más tarde. Escurrió tanta agua sobre nosotros que nuestros dedos se arrugaron, casi como ahora está nuestra piel.
Durante el viaje no hubo nada, ni palabras ni besos ni miradas. No era necesario, ya había sucedido: me refiero a su entrega. Entré a la casa sabiendo que aquel improbable suceso se había vuelto probable: probé sus labios. Sin buscar la forma de que sucediera hallé la horma y me acomodé en ella. Sin planear nada aterricé en su cuerpo, en lo cóncavo de su abdomen.
Ahora, ya después de tantos años, él viejo y yo once años menor, no quedó nada de aquella tarde, solo el recuerdo, pero permítanme agregar que eso es más que suficiente. No hace falta una vida, a veces la vida se siembra en un momento que se queda y no se olvida, tal vez con los episodios de alzhéimer se me nuble la memoria y sé que con el tiempo toda la memoria me fallará, pero ahora, por el momento, me place recordarlo, aun sabiendo que nunca llegamos a entablar relación alguna, que nunca compartimos vida.
La historia, la nuestra, es más complicada, la vida no lo es tanto.
Escribo de él porque al atardecer se me olvidará cómo sujetar el lapicero, dónde guardo la libreta, dónde estoy y de dónde vengo, se irán desprendiendo mis recuerdos como hojas en aquella tarde, como semillas, también por eso escribo: ¿Dónde germinarán?.

Lo bueno de la lucidez es saber a dónde voy. Me dice Nora, quien me cuida, que los episodios de olvido tardan más, de cualquier manera nada quedará en el olvido, todo será recordado, pues creo en la utópica idea de que toda la vida pasa frente nuestros ojos antes, justo antes, de morir. 
Pero esa, la muerte, es otra historia.

por: @viktor_reader

miércoles, 1 de abril de 2020

TÚ, AGUACERO


La lluvia solo existe cuando la ves caer, cuando sientes la frialdad hosca, ajena a los poros de tu piel correr a trote libre hasta que la humedad es residuo y se vuelve huésped de tu cuerpo.

Si por casualidad a mitad de noche te despierta el sonido impetuoso de un aguacero solitario, vagabundo y bohemio, (sin truenos o rayos que iluminen el cielo), podrás percibir, al asomarte por la ventana, que se escucha el sonido líquido de las goteras golpeteando la tierra, buscando durante el breve espacio en el que atraviesan el aire rumbo al suelo, un cause posible rumbo al mar. Pero abre bien los ojos, busca a través del vidrio de tu guarida, escudriña la oscuridad en busca de la lluvia y te darás cuenta que no existe. No podrá existir mientras tu curiosidad esté basada en el sonido emitido por algo que no puedes ver. 

Desde el utópico lugar de tu descanso no puede haber más que una tregua risible con tu ego. Ese mismo ego procura aislar todo lo tangible que tu cuerpo es capaz de percibir y enfrascarlo dentro de paredes de concreto que te inyectan el placebo pensamiento de que estás a salvo. 

Así como lluvia camuflada resulta ese nombre tuyo. Puedo escucharlo resonar en mi tímpano, pero no puedo distinguirlo a plenitud. Conozco cada letra, la he sentido recorrer el aire, la he creído atravesar las paredes y adherirse a ellas y me gusta contemplar las marcas que dejan las sílabas kamikaze de tu nombre. Y no puedo más que echar aire en lo más recóndito de mis pulmones y dejarlo allí. 
Puedo resumir entonces que eres mi lluvia, escondida y desapercibida provocando fríos y sueños.

Por: Víctor López (@viktor_reader)