La lluvia solo existe cuando la ves caer, cuando sientes la
frialdad hosca, ajena a los poros de tu piel correr a trote libre hasta que la
humedad es residuo y se vuelve huésped de tu cuerpo.
Si por casualidad a mitad
de noche te despierta el sonido impetuoso de un aguacero solitario, vagabundo y
bohemio, (sin truenos o rayos que iluminen el cielo), podrás percibir, al
asomarte por la ventana, que se escucha el sonido líquido de las goteras
golpeteando la tierra, buscando durante el breve espacio en el que atraviesan el aire
rumbo al suelo, un cause posible rumbo al mar. Pero abre bien los ojos, busca a
través del vidrio de tu guarida, escudriña la oscuridad en busca de la lluvia y
te darás cuenta que no existe. No podrá existir mientras tu curiosidad esté
basada en el sonido emitido por algo que no puedes ver.
Desde el utópico lugar
de tu descanso no puede haber más que una tregua risible con tu ego. Ese mismo
ego procura aislar todo lo tangible que tu cuerpo es capaz de percibir y
enfrascarlo dentro de paredes de concreto que te inyectan el placebo
pensamiento de que estás a salvo.
Así como lluvia camuflada resulta ese nombre
tuyo. Puedo escucharlo resonar en mi tímpano, pero no puedo distinguirlo
a plenitud. Conozco cada letra, la he sentido recorrer el aire, la he creído atravesar
las paredes y adherirse a ellas y me gusta contemplar las marcas que dejan las
sílabas kamikaze de tu nombre. Y no puedo más que echar aire en lo más recóndito
de mis pulmones y dejarlo allí.
Puedo resumir entonces que eres mi lluvia,
escondida y desapercibida provocando fríos y sueños.
Por: Víctor López (@viktor_reader)
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