A Miriam, sin la intención de avivar la zozobra, sino comprendiendo su dolor.
Los recuerdos de mi
abuela radican en los cuatro años, a esa edad la conocí errante con su andar
lisiado, era puro hueso y un retazo de piel que se movía por los pasillos de la
casa, arrastrando las penas manifiestas en su erisipela por todo el patio y
debajo del guayabo. De hecho, no había rincón de la casa inexplorado por ella.
El brasero donde siempre ponía a hervir los frijoles era un punto inaccesible
después de las once de la noche. Lo supe una vez que escuché un quejido, era mi
abuela reclamándole a una sombra, reprochándole la condición de soledad y
tristeza. Ella balbuceaba y por más que intenté comprender sus palabras fue
inútil. Quizás es mi memoria la que ahora masculla y no me deja escuchar las
palabras de ese recuerdo. Era yo incapaz de comprender aquel suceso, para mí el
llanto era lo más común y la manera más sencilla de expresar un dolor que no se
explica con palabras (hoy soy capaz de describirlo de tal manera, pero sigo
siendo incapaz de expresar el dolor con voz propia) me armé de valor para
hablar:
—
Abuela — le dije — ya no llores, yo aplasté tu conejito, pero fue sin querer.
Lo enterré junto al mandarino.
En ocasiones
de la niñez, uno piensa que algunos problemas son por culpa propia. Y por
supuesto pensé que lloraba por aquel pequeño conejo que trastabillé por descuido
entre mis pies.
Después de mi
confesión mi abuela me abrazó, aquel fue el primer y el único abrazo que
mantengo de ella. Lo recuerdo muy bien porque estaba sobria, como muy pocas
veces desde que la dejó el abuelo. Las tardes de junio para ella transcurrían
bajo la sombra del guayabo, casi siempre a solas, muy pocas veces con la compañía
placebo de mi bisabuela a quien me ponían a espulgar las liendres de su cabeza.
Una abuela cualquiera, para mitigar el calor sofocante del verano, se tomaría
un vaso de agua fría o batiría el aire con un abanico improvisado, solo mi abuela
prefería tomar una cerveza para refrescar ese bochorno. De ella aprendí el
gusto por la cerveza oscura, pero su recuerdo me mantiene lejos del vicio
MI BISABUELA
Al poco tiempo de que
aprendí a valorar recuerdos falleció la bisabuela; tenía ciento diez años, yo
apenas cinco. Tardes grises como aquella pocas he visto a lo largo de este
tiempo. Abundaron los rezos que erizaban mi piel, y lo siguen haciendo. Mi tío
terminó en la cárcel, totalmente ebrio y descontrolado, haciendo rabietas por todo
menos por la muerte de la bisabuela. Mi abuela se durmió a mitad del séptimo
aguardiente, en el catre que estaba en el rincón de las imágenes. Ese recoveco
de la casa siempre me dio miedo, lleno de efigies y santos que podría jurar me
seguían con la mirada. Si pudiera reprocharle algo a mi abuela sería:
“¿A dónde te llevó
esa fe tan ferviente por aquellas figuras de papel y yeso, esa fe divergente a
la que hoy profeso? ¿Tendrá memoria tu dios, suficiente, para recordarte? ¿O se
ha olvidado de ti como acostumbran a hacer los dioses de este mundo?”
Durante el funeral de
mi bisabuela recordé el único cuento que ella me narraba, el de las serpientes
que les salían alas cuando llegaban a viejas y volaban buscando la tranquilidad del
mar. Cuando terminaba de contarlo siempre decía:” ojalá mis arrugas se vuelvan
plumas cuando muera”. Como dije recordé aquel cuento, me acerqué a su lecho de
muerte y toqué su brazo, buscando entre el pliegue de sus arrugas el brotar de
las plumas que le convertirían los brazos en alas y se la llevarían a descansar
al mar. En ese contacto sentí el frio de la muerte, un frio tan real como lo
fue su vida. Muchos años más tarde, cuando tenía dieciséis años, conocí el mar
y pude sentir la tranquilidad y el silencio que la bisabuela describía en sus
cuentos en aquellas tardes cuando yo la espulgaba. Pero el mar tenía una
soledad distinta de la que tenía ella, una soledad más vieja y aciaga que la que
inundó la casa e día de su funeral. Las liendres, el cuento y su muerte, son
los únicos recuerdos que tengo de la bisabuela, quizás ella tenía más recuerdos
de mí, pero decidió atesorarlos para no perderlos, y así fue, los conservó hasta
el día en el que se durmió en la muerte.
OTRA VEZ MI ABUELA
De mi abuela no
recuerdo ningún cuento, por eso decidí convertirla en uno. Hasta apenas hoy,
después de veinte años de su muerte, se ha vuelto un cuento que habita entre
las páginas de una memoria que gradualmente va desechando los recuerdos de la
niñez. Mi abuela ya había muerto cuando conocí al abuelo, tenía ya ochenta y
nueve años encima, demasiado viejo para saber quién era yo, y yo demasiado
adulto como para desarrollar cariño hacia él. No comprendo por qué mi
abuela nunca lo olvidó, si él fácil se olvidó de ella. En su época de vigor
llegó a tener dos mujeres viviendo en el mismo terreno, con nueve hijos en
total, además, si lo hubiera querido, tenía los suficientes recursos como para
mantener a otra mujer con cinco hijos. Si nunca se hizo cargo de mi abuela, fue
sencillamente porque no quiso.
Me hubiera gustado
tener a mi abuela, pero sin el vicio del alcohol y el cigarro, sin la costumbre
suya de andar siempre con el corazón amargado, sin el rostro enojado y sin las
heridas que le maceraron el corazón, pero no hay dicha ni galardón en anhelar
el pasado. Hablo de sus defectos porque los vi, porque es fácil juzgar lo que
se ve. De aquel único abrazo que me dio no puedo dar explicación alguna, porque
no pude ver el sentimiento ni el pasado ni la historia entre ella y el abuelo,
por lo tanto, jamás pude entender por qué lo siguió amando. Él mato a sangre
fría y con la misma frialdad en la sangre la abandonó a su suerte para huir
debido a su crimen, sabiendo bien que la vida para ella era tan pesada ya,
porque desde el comienzo de su vida junto a él siempre fue la segunda. Era la
amante, de eso me enteré más tarde. Y mi abuelo era un hombre rico que la dejó
en la pobreza y se llevó su fortuna, aún en monedas de oro, aquella tarde que
tuvo que salir huyendo.
No tengo la costumbre
de recordar seguido, pero tengo que hacerlo para no olvidar quién soy. De
cualquier manera, albergo un especial cariño por mi abuela, (también por mis
otros abuelos, los paternos, aunque jamás los conocí) porque es el pasado que
sustenta mi vida, porque cada decisión suya la llevó por caminos correctos e
incorrectos, pero al final soy el fruto indirecto de esas decisiones, sin
errores o sin aciertos suyos yo no estaría aquí.
Hoy la casa tiene la
ausencia más grande que jamás tuvo. Ni el mandarino ni el guayabo dan fruto en
su estación, pero las paredes, el piso, la cocina abandonada con su alacena
llena de trastos polvosos, incluso las cenizas del brasero pareciera que aún
sueltan el calor de sus memorias, a expensas del próximo hervor. Lo cierto es
que contemplo lo vacío de lo que fue su casa y a codazos aquella escena me saca
la nostalgia que me conduce sutilmente a su recuerdo. Y pocos en verdad son mis
recuerdos, pero los de ella se quedaron habitando aquellas ruinas,
interactuando entre paredes viejas y haciendo una simbiosis con las criaturas
que habitan la soledad del abandono. Me hubiera gustado que mi Dios fuera su
Dios, para estar tranquilo y poder expresar:
“Que
Dios te guarde en su memoria, querida abuela, que Dios te guarde en su memoria,
para que al menos en ese lugar nos volvamos a encontrar”.
Autor: Víctor López (@viktor_reader)
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