domingo, 16 de agosto de 2015

UN CUENTO PARA EXTRAÑAR: LA ABUELA.

A Miriam, sin la intención de avivar la zozobra, sino comprendiendo su dolor.




Los recuerdos de mi abuela radican en los cuatro años, a esa edad la conocí errante con su andar lisiado, era puro hueso y un retazo de piel que se movía por los pasillos de la casa, arrastrando las penas manifiestas en su erisipela por todo el patio y debajo del guayabo. De hecho, no había rincón de la casa inexplorado por ella. El brasero donde siempre ponía a hervir los frijoles era un punto inaccesible después de las once de la noche. Lo supe una vez que escuché un quejido, era mi abuela reclamándole a una sombra, reprochándole la condición de soledad y tristeza. Ella balbuceaba y por más que intenté comprender sus palabras fue inútil. Quizás es mi memoria la que ahora masculla y no me deja escuchar las palabras de ese recuerdo. Era yo incapaz de comprender aquel suceso, para mí el llanto era lo más común y la manera más sencilla de expresar un dolor que no se explica con palabras (hoy soy capaz de describirlo de tal manera, pero sigo siendo incapaz de expresar el dolor con voz propia) me armé de valor para hablar:





—   Abuela — le dije — ya no llores, yo aplasté tu conejito, pero fue sin querer. Lo enterré junto al mandarino.

En ocasiones de la niñez, uno piensa que algunos problemas son por culpa propia. Y por supuesto pensé que lloraba por aquel pequeño conejo que trastabillé por descuido entre mis pies.

Después de mi confesión mi abuela me abrazó, aquel fue el primer y el único abrazo que mantengo de ella. Lo recuerdo muy bien porque estaba sobria, como muy pocas veces desde que la dejó el abuelo. Las tardes de junio para ella transcurrían bajo la sombra del guayabo, casi siempre a solas, muy pocas veces con la compañía placebo de mi bisabuela a quien me ponían a espulgar las liendres de su cabeza. Una abuela cualquiera, para mitigar el calor sofocante del verano, se tomaría un vaso de agua fría o batiría el aire con un abanico improvisado, solo mi abuela prefería tomar una cerveza para refrescar ese bochorno. De ella aprendí el gusto por la cerveza oscura, pero su recuerdo me mantiene lejos del vicio


                                                   MI BISABUELA

Al poco tiempo de que aprendí a valorar recuerdos falleció la bisabuela; tenía ciento diez años, yo apenas cinco. Tardes grises como aquella pocas he visto a lo largo de este tiempo. Abundaron los rezos que erizaban mi piel, y lo siguen haciendo. Mi tío terminó en la cárcel, totalmente ebrio y descontrolado, haciendo rabietas por todo menos por la muerte de la bisabuela. Mi abuela se durmió a mitad del séptimo aguardiente, en el catre que estaba en el rincón de las imágenes. Ese recoveco de la casa siempre me dio miedo, lleno de efigies y santos que podría jurar me seguían con la mirada. Si pudiera reprocharle algo a mi abuela sería:





“¿A dónde te llevó esa fe tan ferviente por aquellas figuras de papel y yeso, esa fe divergente a la que hoy profeso? ¿Tendrá memoria tu dios, suficiente, para recordarte? ¿O se ha olvidado de ti como acostumbran a hacer los dioses de este mundo?”





Durante el funeral de mi bisabuela recordé el único cuento que ella me narraba, el de las serpientes que les salían alas cuando llegaban a viejas y volaban buscando la tranquilidad del mar. Cuando terminaba de contarlo siempre decía:” ojalá mis arrugas se vuelvan plumas cuando muera”. Como dije recordé aquel cuento, me acerqué a su lecho de muerte y toqué su brazo, buscando entre el pliegue de sus arrugas el brotar de las plumas que le convertirían los brazos en alas y se la llevarían a descansar al mar. En ese contacto sentí el frio de la muerte, un frio tan real como lo fue su vida. Muchos años más tarde, cuando tenía dieciséis años, conocí el mar y pude sentir la tranquilidad y el silencio que la bisabuela describía en sus cuentos en aquellas tardes cuando yo la espulgaba. Pero el mar tenía una soledad distinta de la que tenía ella, una soledad más vieja y aciaga que la que inundó la casa e día de su funeral. Las liendres, el cuento y su muerte, son los únicos recuerdos que tengo de la bisabuela, quizás ella tenía más recuerdos de mí, pero decidió atesorarlos para no perderlos, y así fue, los conservó hasta el día en el que se durmió en la muerte.



OTRA VEZ MI ABUELA

De mi abuela no recuerdo ningún cuento, por eso decidí convertirla en uno. Hasta apenas hoy, después de veinte años de su muerte, se ha vuelto un cuento que habita entre las páginas de una memoria que gradualmente va desechando los recuerdos de la niñez. Mi abuela ya había muerto cuando conocí al abuelo, tenía ya ochenta y nueve años encima, demasiado viejo para saber quién era yo, y yo demasiado adulto como para desarrollar cariño hacia él. No comprendo por qué mi abuela nunca lo olvidó, si él fácil se olvidó de ella. En su época de vigor llegó a tener dos mujeres viviendo en el mismo terreno, con nueve hijos en total, además, si lo hubiera querido, tenía los suficientes recursos como para mantener a otra mujer con cinco hijos. Si nunca se hizo cargo de mi abuela, fue sencillamente porque no quiso.



Me hubiera gustado tener a mi abuela, pero sin el vicio del alcohol y el cigarro, sin la costumbre suya de andar siempre con el corazón amargado, sin el rostro enojado y sin las heridas que le maceraron el corazón, pero no hay dicha ni galardón en anhelar el pasado. Hablo de sus defectos porque los vi, porque es fácil juzgar lo que se ve. De aquel único abrazo que me dio no puedo dar explicación alguna, porque no pude ver el sentimiento ni el pasado ni la historia entre ella y el abuelo, por lo tanto, jamás pude entender por qué lo siguió amando. Él mato a sangre fría y con la misma frialdad en la sangre la abandonó a su suerte para huir debido a su crimen, sabiendo bien que la vida para ella era tan pesada ya, porque desde el comienzo de su vida junto a él siempre fue la segunda. Era la amante, de eso me enteré más tarde. Y mi abuelo era un hombre rico que la dejó en la pobreza y se llevó su fortuna, aún en monedas de oro, aquella tarde que tuvo que salir huyendo.



No tengo la costumbre de recordar seguido, pero tengo que hacerlo para no olvidar quién soy. De cualquier manera, albergo un especial cariño por mi abuela, (también por mis otros abuelos, los paternos, aunque jamás los conocí) porque es el pasado que sustenta mi vida, porque cada decisión suya la llevó por caminos correctos e incorrectos, pero al final soy el fruto indirecto de esas decisiones, sin errores o sin aciertos suyos yo no estaría aquí.


Hoy la casa tiene la ausencia más grande que jamás tuvo. Ni el mandarino ni el guayabo dan fruto en su estación, pero las paredes, el piso, la cocina abandonada con su alacena llena de trastos polvosos, incluso las cenizas del brasero pareciera que aún sueltan el calor de sus memorias, a expensas del próximo hervor. Lo cierto es que contemplo lo vacío de lo que fue su casa y a codazos aquella escena me saca la nostalgia que me conduce sutilmente a su recuerdo. Y pocos en verdad son mis recuerdos, pero los de ella se quedaron habitando aquellas ruinas, interactuando entre paredes viejas y haciendo una simbiosis con las criaturas que habitan la soledad del abandono. Me hubiera gustado que mi Dios fuera su Dios, para estar tranquilo y poder expresar:





“Que Dios te guarde en su memoria, querida abuela, que Dios te guarde en su memoria, para que al menos en ese lugar nos volvamos a encontrar”.






 Autor: Víctor López  (@viktor_reader)











No hay comentarios.:

Publicar un comentario