lunes, 6 de julio de 2015

CHARCOS DE LA MEMORIA


La tormenta había pasado, pero la calma no llegaba. Quedaba de rezago un sutil viento. Se escuchaba el crujir de las ramas de un árbol cerca, ese sonido expresaba muy bien el estado emocional que quedaba en mí después de cada tormenta, como un quejido de angustia que se esfumaba al errar de las horas, pero en lugar de calma dejaba nostalgia. Esa noche estuve despierto hasta las tres de la madrugada, el sueño se escapó y los recuerdos entraron a través de mis parpados. Así llegan siempre y es inútil cerrar los ojos, porque son fantasmas que atraviesan piel y hueso para después materializarse en el estado coloidal de la memoria. Yo ignoraba todo, porque al cerrar los ojos todo deja de existir, la materia misma se esfuma, el sonido se convierte en eco hasta que desaparece, nada existe porque la realidad misma se desvanece. Entonces me volví conciencia en un intento desesperado de arreglar el universo, o de regresarlo a su materia prima; la oscuridad,  y al menos de ese modo convencer a la mente de que al abrir los ojos todo se volvería a organizar y cada cosa retomaría su lugar en el espacio-tiempo, en el universo; el café hirviendo en la estufa, el libro abierto en la misma página, el silencio inmóvil dentro del vacío del alma, sin embargo consciente estaba de que algo relacionado con los sentimientos había cambiado, como si se hubiera reparado algo roto y tan perfecta hubiera sido la reparación que ni se notaban las fisuras, estaba muy convencido de ese hálito de esencia de calma, pues el placebo de la meditación me hacia percibir un rastro de dolor como figuras metafóricas. La comodidad del cuerpo me decía que me encontraba a salvo, durmiendo en mi cama, era placentera aquella sensación tibia. Pero de repente  desperté y el  crujir de ramas y aquel sutil viento que me llegaban como murmullos, se convirtieron en un séquito de truenos ensordecedores al darme cuenta que no estaba en la seguridad de mi departamento, sino caminando a mitad del parque. Empecé a caer en un espiral emocional insondable, que afectó a mi oído interno y me provocó un vértigo terrible que me hizo sentarme en el quicio del andador, me llevé las manos a la cara, cerrando los ojos y perdiéndome en la oscuridad. Al incorporarme otra vez miré al piso, en ese instante que abrí los ojos vi mi reflejo en un charco de agua, pero tan afectado estaba que por un momento pensé que el verdadero yo era el de aquel reflejo, pues se veía todo alterado de la realidad, borroso por las minúsculas ondas que provocaba el viento en el agua. Me sentí un objeto de observación, como un conejillo de Indias siendo observado por mi mismo a través de la ventana que aquel charco de agua abría en el suelo. Recuerdo que una persona me miró y cambió de dirección su camino, me esquivó pensando que yo estaba borracho o drogado, tal vez loco, por la condición de mi mirada. Recapacité y volví a ubicar las dimensiones de mi realidad, todo volvió a su sitio; los columpios a mi derecha, las ardillas brincoteando de rama en rama en los viejos encinos, hasta reconocí la brisa que pasaba por allí y dejé que entrara en mis narices en forma de un recuerdo hondo de respiro. Era el "yo" real, sentado en el quicio para evitar un desmayo. Volví a mirar mi reflejo, tomé  fuerzas suficientes y pensé de un grito:



¡Que escándalo! Haces una tormenta en un charco de agua ¡Ya Olvídala!


me quedé inmóvil, totalmente petrificado, mi reflejo movió los labios, lo vi claramente. Dijo las mismas palabras, al mismo tiempo que yo las pensaba.








Escrito por: Víctor López (@viktor_reader)

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