Los
asuntos de la vida, al deambular por calzadas de periodos y sazones,
se reblandecen hasta convertirse en pedazos de papel mojado; deshechos por lluvias torrenciales de vestigios. Y de vez
en cuando me tropiezo con alguien que va recogiendo pedazos de su
memoria y llevándolos en su seno, mojándolos aún más con lamentos, para después secarlos en recodos polvorosos de nostalgia. En su mirada se les
puede notar las ansias de reconstruir lo que podría considerarse
tiempo muerto, ellos fijan esperanzas de resurrección y vida eterna
a cosas vanas y pasajeras como la hierba que perece en la sequía,
sin darse cuenta, o sin saber, que hay un dios aventando al aire
papeles vacíos para confundir a la gente que anda buscando recuerdos
escritos; cuando todo está deshecho no se puede distinguir entre lo
que fue un papel vacío y un papel con recuerdos.
Caminando
por la calle me encontré la sílaba de un nombre, y dejándolo a
merced de la intemperie observé cómo arrastrándose se fue hasta
perderse de mi vista, era un nombre extraviado por la región del
polvo y considerado acreedor de volverse olvido. Comencé a tirar
papeles que acumulados estaban en recovecos de memoria en desuso,
después de eso me sentí ligero al andar y mirar hacia el cielo, no
sentí contrición de ver a otros desplazarse hacia el olvido, aun
cuando yo era cómplice de ese destierro. Seguí andando en mi
trayecto y desperdigando vida a diestra y siniestra. Me le estaba
escabullendo al tiempo de las manos y logró dolerme la frustración
que siente al ser incapaz de retenernos en sus palmas, no tiene otro
propósito que mantenernos eternos y libres del albedrío e
inalcanzables de la vejez. El tiempo para eso fue creado, pero desde
nuestro comienzo a cada respiro del tiempo un número incontable de
la humanidad se le ha derramado entre los dedos tan solo para
fallecer. Estamos hechos de polvo y después de muertos nace la
costumbre de hacer relojes de arena para que sigamos en movimiento
perpetuo, ese es un intento fallido de ser eternos. El hombre ya nace
con la idea de que no es perenne, ¡que equivocados están!.
Seguí
andando por el camino que abrí a pulso y tropiezos. ¡Ya qué
importaba el uso descarado de recursos, reciclando la polución y
malgastando árboles en cada papel arrugado! Pero llegué a una
intersección donde miré hacia el suelo y allí iba pasando un papel
con una palabra escrita que había salido de mi boca, era una palabra
hiriente, una que había causado mucho daño. ¡Miré hacia mi
izquierda y pude verla! Allí estaba la mujer que lleva en sus labios
mi amor colocado en pretérito imperfecto, ella soltó ese papel que
pasó frente a mí. Fue un choque de tiempos conjugados. Entonces me
enseñó una caja de hierro con muchos papeles acomodados sin doblar,
eran recuerdos míos. Coincidimos, porque yo le mostré las cartas
litografiadas y los sobres donde estaba el remitente escrito con
tinta indeleble; allí estaba su nombre. No cruzamos palabra alguna,
pero no es necesario hacerlo cuando se cruzan miradas. Comenzamos a
reír, como quien se ríe de la muerte por haberla burlado. Era un
júbilo recíproco instigado por el eco de nuestro bienestar. Cruzamos
la calle juntos llevando la misma dirección, pero ella estaba en la
acera al otro extremo de la calle. Llegamos al punto donde cada quien
giró en sentido contrario y ni ella ni yo volteamos. Le dejamos las
miradas a momentos esporádicos, para no tener achaques inexistentes,
para no imputar ahínco ni afán al alma de terceros.
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