miércoles, 10 de diciembre de 2014

CUENTOS DESDE EL SANATORIO: Habitación 308.

Murió la mujer de la habitación 308… cuánta tragedia. Recuerdo muy bien su nombre, llevaba tanto tiempo encerrada aquí que parecía haberse criado en este lugar. Se rumoraba mucho sobre ella, algunos decían que llevaba más medio siglo internada, otros que era la hija bastarda del fundador del instituto y gracias al invento de una enfermedad fue ingresada y ocultada aquí durante años; la verdad es que casi nadie sabía su historia.

Recuerdo la primera vez que la conocí, era mi primer día laboral en el instituto y tenía sólo un par de meses de haber salido de la universidad. ¡CLAVE AMARILLA EN EL 308, CLAVE AMARILLA EN EL 308! Corrí hacia la habitación y la encontré parada frente a una pared. La mujer pasaba de manera muy suave las uñas sobre el concreto, lo que provocaba que algunas de éstas se desprendieran durante el trayecto que realizaba su mano de arriba abajo, el sonido de las uñas al tronarse y la fricción con el concreto frío inducia un ambiente lastimoso; previamente la enfermera había tratado de separarla de la pared y ahora se encontraba cerca de la puerta con la nariz ensangrentada y laceraciones en los brazos. La mujer tenía el vestido manchado de excremento y babeaba por la boca, sin embargo, persistía en ella una sonrisa que parecía estar parchada en su rostro. Llegaron  los enfermeros y la tumbaron sobre la cama, tome unos mililitros de etorfina y los inyecte en su brazo; poco a poco fue perdiendo fuerza y a la vez quedando dormida, apagando esa sonrisa tan desconcertante.

No fue la única “situación” que pasamos junto a la mujer del 308, hubo muchas, demasiadas, cada una diferente y en menor o mayor grado de peligrosidad o rareza. Algunas veces se arrancaba mechones de cabello, dejándose el cuero cabelludo a flor de piel, rojizo y ampollado, mientras gritaba preguntando ¿NO SOY DIGNA DE LA REALEZA?... o cuando frotó sus pies contra el piso rasposo del patio, pues pensaba que éstos le habían crecido con la edad y ya no le quedarían sus anheladas zapatillas. Otras veces cantaba, entonaba una melodía armoniosa que la tonalidad de su voz acompañaba de manera hermosa. Cantaba durante horas y sólo callaba hasta que interveníamos con sedantes, pues pasaban 18 horas y seguía cantando sin parar, a pesar de que la carraspera le provocaba una tos rojiza que manchaba su mentón.

Sin embargo, la mayoría de los días se la pasaba mirando a la nada, dócil, moldeable. Incluso batallaban los enfermeros para darle de comer. Me daba tristeza notar, como médico, que los momentos de cordura los tenía en esos lapsos de silencio, pues, estaba consciente de su soledad, de lo perdida que estaba; miraba a la nada porque sabía que ya nada tenía.

Una vez leí su historia clínica, la mujer del 308 había sido ingresada a los 16 años, quien firmó como responsable fue su madrastra, ésta afirmaba que desde la muerte de su esposo, el padre de la niña, ella había empezado a actuar diferente. Se retraía durante horas y hablaba sola; poco tiempo después comenzó a afirmar que podía hablar con los animales y que éstos le ayudaban a realizar diversos quehaceres cotidianos. También decía que una mujer mágica se le había aparecido y le ayudaría a vestirse para asistir a una fiesta que estaba realizando un rey en el que encontraría al amor de su vida; está y otras cosas fueron las que la trajeron aquí. La madrastra dijo que comenzó a tornarse más incoherente y violenta con el paso del tiempo, sobre todo cuando trataban de devolverla de golpe a la realidad, diciéndole que en nuestra época ya no existían los reyes, salvo en unos países ridículos que conservan esas ideas monárquicas, como Inglaterra o España, también que la idea de la magia era por si sola ridícula, así como ridícula era la idea de hablar con animales, entre otras cosas.

Pasó el tiempo y poco a poco dejaron de visitarla. Fueron olvidándola a cuenta gotas, y ahora ha muerto, a sus 80 años, la mujer de la habitación 308. Tal vez nunca olvide su comportamiento, mucho menos su historia, pero siempre recordaré su nombre… pobre Cenicienta, cuánta tragedia… todavía la recuerdo gritar desesperadamente, entre golpes y violencia: ¡DEVUÉLVANME LAS ZAPATILLAS DE CRISTAL!.


Escrito por:  Emir Dassaet Zarate Acevedo.
                         (@Dassir1)




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