Digamos que llegué a esa catedral por algún azar del
destino. Digo, no es por ocultar algo, simplemente no recuerdo la razón por la
que fui a dicho lugar. Era una tarde fría, limpia, sin nubes y con un ambiente
que nos recuerda esos inviernos de infancia en los que un tazón de chocolate es
el abrigo más cálido que podemos encontrar. Pese a mis frecuentes momentos de rebeldía
eclesiástica decidí visitar la parroquia del barrio. Una parroquia simple pero
con una característica arquitectónica peculiar que la hace llamativa; dentro de
ésta se encuentran matices y detalles dorados que se conjugan con la pulcritud
y el silencio del lugar para hacerlo un templo de la instrospección. Fui a pensar,
a estar conmigo mismo y así poder tener la mente en claro y resolver todas
aquellas incógnitas de la vida que me atormentaban.
Llegué al lugar y me di cuenta que no había ni un alma…
situación chistosa para ser una parroquia, aunque hubiese sido más chistosa de
ser un campo santo… Ya saben por aquello del alma. Para mí eso estaba perfecto,
que mejor que encontrarme a solas en ese gran templo de la mente conmigo mismo
y no con alguien más. Ni siquiera estaban esos que sólo van a minimizar sus
culpas para después salir a la sociedad a juzgar y castigar con la palabra todo
aquello que rebasa su comprensión; esos dobles morales que se la viven rezándole
a Dios porque se creen muy puros, pero son los primeros en lanzar la piedra
contra el caído, aunque ellos no estén libres de pecado. Tampoco se encontraban
aquellos a los que llevan a fuerza, los iletrados ateos de moda… porque, digo,
para ser ateo al menos debes conocer o tener una lectura completa de la
ideología de cualquier religión. No basta con andar pregonando la frase tan
desgastada de Nietzsche «Dios ha muerto» para
que te creas el gran enemigo de Dios en el mundo o el más despierto del
planeta; porque lo más probable es que no sepas a que se refería ese tal Nietzsche
cuando se le ocurrió dicha perorata.
Me encontraba
metido en esos pensamientos cuando me distrajo una voz: «¿Es usted el pariente
del muertito?» volví la mirada al frente para encontrar a un sacerdote
que se dirigía a mí desde el altar de la parroquia. «¿Mío? No, no lo es. Al menos
no del que habla» miró alrededor tratando de encontrar otra alma en ese
lugar y no encontró a nadie; insisto chistoso para ser una parroquia, aunque
hubiese sido más chistoso de ser un campo santo. «Lo que pasa es que alguien
pago una misa de año luctuoso pero al parecer no vino ni un pariente de éste…
pero bueno, ya que estás aquí que empiece la misa».
El padre habló, no
sé sobre qué, no lo podía escuchar porque pensaba ¿Quién carajos paga una misa
de año luctuoso para un familiar y no asiste a ella? Es más ¿Quién carajos paga
una misa? Tal vez fue alguno de sus hijos que se encontraba atrapado en la
cruda moral por el mal trato que le brindo en vida a su padre y que hoy pagó
una misa de año luctuoso para callar un poco a su conciencia; sin embargo esa conciencia
no lo había dejado en paz y al final fue derrotado por la misma y prefirió no
asistir… o tal vez lo contrario, igual y era una hija que no podía perdonar a
su padre por la infame vida que le dio en la infancia, posteriormente en la
adolescencia abandonó a la familia para construir otra, dejándolos solos y a la
deriva; al final la hija en un acto de misericordia decidió perdonar a su viejo
y le pago una misa de año luctuoso, pero no resistió el coraje que le hacían sentir
esos recuerdos de maltrato y decidió no ir. Pueden ser muchas historias. Dicha
situación que estaba viviendo me hacía sentir muy raro, el muerto era como yo;
o yo era como el muerto; así me sentía de solo, ¿Cuánto ha pasado desde que
hable con mis padres? ya ni se diga de cuánto tiempo tengo sin saber de mis
hermanos. Tal vez 7 o 10 años, incluso más; me percate que terminaría como el
muerto, alguien a quien le pagan un año luctuoso por pena a la que nadie asiste
más que un desconocido y un sacerdote al que le importa muy poco quien es «El
muertito», porque cabe mencionar que ni su nombre dijo mientras avanzaba
la misa. Después me sentí peor porque descubrí que yo sin estar muerto ya me
encontraba solo, sin que alguien me acompañará a algo, ni siquiera a tomar un
café o a probar alimentos a la hora de comer; ni siquiera para ir a una de esas
fiestas de parientes lejanos a la que nadie quiere asistir... Pero que tristeza
me trajo esa tarde la parroquia, Tome mi chamarra y salí del lugar, ya había
terminado la misa para ese momento.
Al final, quiero pensar que el muerto pidió su
propia misa de año luctuoso sabiendo que no llegaría nadie más que un desconocido
al que le jugaría una buena broma mental y que en algún lugar, en el que el
tiempo y el espacio es desconocido para nosotros, tengo a un amigo, del cual no
se su nombre, ni su edad, ni siquiera como murió o a qué se dedicaba mientras
vivía, pero es mi amigo… porque tal vez nos encontrábamos solos, a excepción
del momento en el que nos acompañamos mutuamente en su misa de año luctuoso.
Escrito por: Emir Dassaet Zarate Acevedo. (@Dassir1)
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