Existía
un beso viviendo de intruso en aquella casa. Se mimetizaba en el musgo de las
paredes del jardín, en los recovecos del corredor que llevaba a su recámara, se
escondía tras las macetas que colgaban en los ventanales; frente a la cocina.
Cuando todo era callado y ausente en la casa, hasta el beso aquel se volvía
vespertino y dormía la siesta en alguna madriguera, por algún lugar. En esos
momentos yo reflexionaba en la influencia que él ejercía sobre mí, razonaba en
lo incorrecto de aquella situación sentimental, incluso en ocasiones abandoné
la casa para no seguir pecando contra mi voluntad, aunque siendo sincero no voy
a engañar a nadie, solo a mí; lo hacía para parecer más bohemio y nostálgico y
así atraer más su atención. Una mañana de octubre descubrí que ese beso esquivo, intruso y marrullero hacia
nido en mi mente y los trucos que el urdía y sigilosamente soplaba en mi oído,
daban resultado. Ella inocente y enamorada se recostaba entre mis brazos y
desenredaba, de hebra en hebra, cada hilo de su alma y amor por mí. Cuando mi
oído estaba endulzado con la miel de sus palabras, el beso aquel salía por mi
otro oído y se agazapaba en algún lugar de los que estaba acostumbrado a
atrincherarse. Desde lejos nos veía y contemplaba cuando nuestros labios se
unían en una ignominia de sentimientos aflorados y desparramados. Todo el interior de aquella casa fría; desde las sillas, el comedor,
los sillones, los cuadros en la pared, eran testigos inertes y muertos de un
crimen pasional, que se vestía del amor pulcro que en algún momento lo fue,
pero poco a poco se había ido contaminando con pensamientos, con deseos
vehementes incrustados en piel y carne, despojando al espíritu de fuerza y
voluntad, volviéndolo un rehén dentro del mismo cuerpo que habitaba. Decidí ponerle de pseudónimo
"beso" al narrador equisciente
que desde el principio fue escribiendo nuestra historia, mientras ella y yo
redactábamos de rato en rato, en tardes de llovizna y neblina, en mañanas de
frio y aguanieve, momentos que despertaban después de hibernar por una noche,
que despuntaban como no lo hacia el sol en aquellas mañanas gélidas y frívolas
a los sucesos, que detrás de los vidrios pañosos de las ventanas y las puertas
amanecían. Debo aceptar con humildad que aquellos momentos emitían luz en mis
adentros y no existía futuro sin ella, ¿Qué sería si lo negara? ¡Un blandengue más derrochando orgullo! El beso, de qué otra manera llamarle a esa
nuestra historia escrita sin tinta y al aire. ¿Por qué no llamarle beso al rubor
que se pintó en su rostro al confesar que yo fui el primero en tocar sus labios
vírgenes? ¿Por qué no llamarles beso a
todas aquellas caricias y los flirteos con lo prohibido? ¿Por qué no
llamarle beso al estruendo entre su boca y la mía, escondido en una colisión
sigilosa contra los muros de la casa?
Un día
el beso aquel nos otorgó un último encuentro, fue una tarde demasiado soleada
pero fresca bajo las sombras de los encinos que cubrían el patio; sin embargo
entre abrazos y caricias la volvimos la noche más oscura de nuestras vidas.
Todo era silencio, nada se habló en ese encuentro, pero demasiadas cosas
tuvieron una cabal explicación y una vez consumado aquel falaz momento, después
de ella y después de mí, la vida ya no siguió igual. Logramos mezclar el agua y
el aceite en un fluido homogéneo, todo eso en un abrazo largo, pero al
soltarnos la separación inicio como algo inevitable, más vertiginoso que el
proceso de descubrirnos y acercarnos tantas veces, facilitando la eclosión de
besos como hierba verde brotando en el campo. Como hierba fuimos, como lo he
leído tantas veces: hoy estamos y mañana
ya no. Como desde aquí la pienso, como a diario la recuerdo: ayer
estuvimos y hoy ya no.
Por: Víctor López (@viktor_reader)
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