domingo, 21 de diciembre de 2014

RECUERDOS DE UNA BOCA



Existía un beso viviendo de intruso en aquella casa. Se mimetizaba en el musgo de las paredes del jardín, en los recovecos del corredor que llevaba a su recámara, se escondía tras las macetas que colgaban en los ventanales; frente a la cocina. Cuando todo era callado y ausente en la casa, hasta el beso aquel se volvía vespertino y dormía la siesta en alguna madriguera, por algún lugar. En esos momentos yo reflexionaba en la influencia que él ejercía sobre mí, razonaba en lo incorrecto de aquella situación sentimental, incluso en ocasiones abandoné la casa para no seguir pecando contra mi voluntad, aunque siendo sincero no voy a engañar a nadie, solo a mí; lo hacía para parecer más bohemio y nostálgico y así atraer más su atención. Una mañana de octubre descubrí que  ese beso esquivo, intruso y marrullero hacia nido en mi mente y los trucos que el urdía y sigilosamente soplaba en mi oído, daban resultado. Ella inocente y enamorada se recostaba entre mis brazos y desenredaba, de hebra en hebra, cada hilo de su alma y amor por mí. Cuando mi oído estaba endulzado con la miel de sus palabras, el beso aquel salía por mi otro oído y se agazapaba en algún lugar de los que estaba acostumbrado a atrincherarse. Desde lejos nos veía y contemplaba cuando nuestros labios se unían en una ignominia de sentimientos aflorados y desparramados. Todo el interior de aquella casa fría; desde las sillas, el comedor, los sillones, los cuadros en la pared, eran testigos inertes y muertos de un crimen pasional, que se vestía del amor pulcro que en algún momento lo fue, pero poco a poco se había ido contaminando con pensamientos, con deseos vehementes incrustados en piel y carne, despojando al espíritu de fuerza y voluntad, volviéndolo un rehén dentro del mismo cuerpo que habitaba.  Decidí ponerle de pseudónimo "beso"  al narrador equisciente que desde el principio fue escribiendo nuestra historia, mientras ella y yo redactábamos de rato en rato, en tardes de llovizna y neblina, en mañanas de frio y aguanieve, momentos que despertaban después de hibernar por una noche, que despuntaban como no lo hacia el sol en aquellas mañanas gélidas y frívolas a los sucesos, que detrás de los vidrios pañosos de las ventanas y las puertas amanecían. Debo aceptar con humildad que aquellos momentos emitían luz en mis adentros y no existía futuro sin ella, ¿Qué sería si lo negara?  ¡Un blandengue más derrochando orgullo!  El beso, de qué otra manera llamarle a esa nuestra historia escrita sin tinta y al aire. ¿Por qué no llamarle beso al rubor que se pintó en su rostro al confesar que yo fui el primero en tocar sus labios vírgenes?  ¿Por qué no llamarles beso a todas aquellas caricias y los flirteos con lo prohibido? ¿Por qué no llamarle beso al estruendo entre su boca y la mía, escondido en una colisión sigilosa contra los muros de la casa?

Un día el beso aquel nos otorgó un último encuentro, fue una tarde demasiado soleada pero fresca bajo las sombras de los encinos que cubrían el patio; sin embargo entre abrazos y caricias la volvimos la noche más oscura de nuestras vidas. Todo era silencio, nada se habló en ese encuentro, pero demasiadas cosas tuvieron una cabal explicación y una vez consumado aquel falaz momento, después de ella y después de mí, la vida ya no siguió igual. Logramos mezclar el agua y el aceite en un fluido homogéneo, todo eso en un abrazo largo, pero al soltarnos la separación inicio como algo inevitable, más vertiginoso que el proceso de descubrirnos y acercarnos tantas veces, facilitando la eclosión de besos como hierba verde brotando en el campo. Como hierba fuimos, como lo he leído tantas veces: hoy estamos y mañana  ya no. Como desde aquí la pienso, como a diario la recuerdo: ayer estuvimos y hoy ya no.

Por: Víctor López  (@viktor_reader)

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