lunes, 6 de abril de 2015

CARTA DE UN VIEJO AMIGO


Los niños son grandiosos. Los adultos también… a su modo, supongo. ¿Pero qué cosas digo? Claro que son divertidos. Aunque mi aprecio por los niños es mayor. Mucho mayor. Ellos me hacen sentir que existo. Ellos no juzgan por la apariencia. No tratan de hacerme daño con palos, antorchas, pistolas o esos raros cánticos con velas que les aterran. La mayoría no me teme. Para ellos soy algo natural, parte de este mundo. Tanto como lo sería un árbol, un armario, un montón de juguetes o una cama. Me acerco a ellos en cuanto llegan y podemos platicar con la confianza de quien lleva cultivando una amistad de años. Me cuentan las cosas más extraordinarias y con una pasión que hace que valga la pena vivir la vida… para aquellos que viven con una pasión como esa. No les gusta hablar mucho sobre los adultos, sin embargo. Es muy común que se pongan serios o tristes. “Son raros”, es lo que la mayoría me ha dicho. A mí me dan mucha curiosidad dado que me resulta casi imposible interactuar con ellos de una forma que no resulte agresiva o violenta. “No se divierten… o  lo que hacen para divertirse es muy aburrido…”, dicen los niños. No he podido interactuar mucho con ellos, con los adultos, digo, pero los he podido observar desde muy cerca. Es verdad que no hacen cosas muy divertidas, como jugar al escondite, jugar a las atrapadas (bueno, eso sí lo hacen, pero los atrapados parecen no divertirse ni cuando corren ni cuando los atrapan) o contar cuentos de terror… que también lo hacen pero cuando salen en los periódicos o  los cuentan en esos “noticieros” la gente se escandaliza y tampoco parecen disfrutarlos mucho. No entiendo entonces cómo es que siguen viéndolos todas las mañanas. Con los niños es distinto. Les cuento historias de mundos fantásticos, de bromas, de muertes. Les encantan. Sobre todo a los niños. Las niñas son más difíciles, aunque también los disfrutan. A cambio me cuentan historias acerca de mundos y realidades enteras que ellos mismos crean. Son casi como dioses. Me agradan mucho. Y a ellos les agrado. También les agradan los adultos, no todos… pero algunos. Por eso me siento un poco mal cada vez que los mato, a los adultos, digo. Ya sea a propósito o por accidente. Sea una o la otra, esa es la parte más divertida de ellos. Procuro no matar a los adultos que son queridos por los niños pero no siempre resultan las cosas como yo quiero. Me apena mucho decirlo pero cuando ocurre, me veo en la necesidad de mentirle a los niños diciendo que no he sido yo y que desconozco la causa por la que su o sus queridos adultos han muertos. Esos casos suelen darse porque terminan descubriéndome y no me queda de otra más que matarlos pues sé que querrán hacerme daño y, peor aún, apartarme de sus niños. Claro que cuando esto no ocurre, matar adultos es muy emocionante. Es como cazar. Y tampoco lo puedo negar… son muy, muy deliciosos. Más cuando están asustados. Algunos vomitan y se orinan encima y esos fluidos se mezclan con la sangre de las heridas que se abren al tratar de escapar o pelear por sus vidas. Sus ojos se desorbitan y su carne se pone dura y masticable. Me tiembla todo el cuerpo de sólo pensar en ello. Perseguirlos es también parte de la diversión. No les queda de otra más que jugar a las escondidas conmigo. Pocos ganan y terminan huyendo. Al principio me preocupaba, ya sabes, porque avisarían a otros adultos y me buscarían para hacerme daño. Pero nadie les cree, y cuando alguien lo hace, suele ser sólo uno o dos adultos más. Y me los puedo comer también. Siempre es igual. Siempre vienen a mí creyendo que pueden matarme y siempre fallan. Me van a hacer engordar. Pero estoy divagando. Te escribo esta carta para disculparme contigo. Y para explicarme. Te escribo porque espero que de alguna forma me comprendas y no me guardes rencor. Probar la carne de tus piernitas ha sido la experiencia más reveladora de mi vida. Por favor no me guardes rencor. Una vez escuché una historia sobre una rana y una serpiente. Espero tú también la hayas escuchado. Espero entiendas. Espero que también entiendas que fue tu culpa. Tuya y de tus adultos. Tú por hablarles de mí, ellos por creerte. Tú por ponerte de su lado… y los tres por querer hacerme daño. Me traicionaste. Pero no te guardo rencor. Me dejaron malherido. De mis diecisiete ojos y ocho lenguas me dejaron sólo una de cada una y arrancaron el resto. Me arrancaron también tres brazos y una pierna… rompieron otras dos. Ya no puedo comer como antes. Ni jugar a las escondidas. De todo esto estoy seguro que ya no recuerdas nada. Eras muy pequeña y yo muy ignorante. No sabía que ustedes niños crecían y se volvían adultos. Adultos a los que me gustaba asustar, mutilar, matar y comer. Me sentí muy triste cuando lo supe. Eso fue antes de probar tu carne. Tu carne llena de miedo pero también llena de odio. Me odiaste. A pesar del terror que te invadía, me odiaste porque viste como devoraba a tus adultos. Ese odio te hizo enloquecedoramente deliciosa. Desde entonces no me he podido negar semejante placer. Ustedes niños son más deliciosos y más fáciles de cazar. Te escribo porque eres la última amiga que tuve. Supongo que me siento un poco nostálgico por los viejos tiempos. Tal vez te visite un día de estos. Tan pronto mis extremidades terminen de crecer nuevamente. Es una lástima que las de ustedes no lo hagan. Daría dos de mis aguijones con tal de volver a probar tu carne de niña. Pero ahora no. En este momento tengo la barriga a reventar.

Nos vemos luego vieja amiga. Pronto, espero.

Sinceramente tuyo:
Tu amigo debajo de la cama

Encontré esta carta en la entrada de mi casa junto con un recorte de periódico cuyo encabezado anunciaba:

MÚLTIPLE HOMICIDIO EN MANSIÓN (…)
¡EL MONSTRUO LO HIZO!”, ASEGURA SOBREVIVIENTE.

Alguien (algo) la deslizó por debajo de la puerta. 


No hay comentarios.:

Publicar un comentario