Los niños son grandiosos. Los adultos
también… a su modo, supongo. ¿Pero qué cosas digo? Claro que son divertidos.
Aunque mi aprecio por los niños es mayor. Mucho mayor. Ellos me hacen sentir
que existo. Ellos no juzgan por la apariencia. No tratan de hacerme daño con
palos, antorchas, pistolas o esos raros cánticos con velas que les aterran. La
mayoría no me teme. Para ellos soy algo natural, parte de este mundo. Tanto
como lo sería un árbol, un armario, un montón de juguetes o una cama. Me acerco
a ellos en cuanto llegan y podemos platicar con la confianza de quien lleva
cultivando una amistad de años. Me cuentan las cosas más extraordinarias y con
una pasión que hace que valga la pena vivir la vida… para aquellos que viven con
una pasión como esa. No les gusta hablar mucho sobre los adultos, sin embargo.
Es muy común que se pongan serios o tristes. “Son raros”, es lo que la mayoría
me ha dicho. A mí me dan mucha curiosidad dado que me resulta casi imposible
interactuar con ellos de una forma que no resulte agresiva o violenta. “No se
divierten… o lo que hacen para
divertirse es muy aburrido…”, dicen los niños. No he podido interactuar mucho
con ellos, con los adultos, digo, pero los he podido observar desde muy cerca.
Es verdad que no hacen cosas muy divertidas, como jugar al escondite, jugar a
las atrapadas (bueno, eso sí lo hacen, pero los atrapados parecen no divertirse
ni cuando corren ni cuando los atrapan) o contar cuentos de terror… que también
lo hacen pero cuando salen en los periódicos o
los cuentan en esos “noticieros” la gente se escandaliza y tampoco
parecen disfrutarlos mucho. No entiendo entonces cómo es que siguen viéndolos
todas las mañanas. Con los niños es distinto. Les cuento historias de mundos
fantásticos, de bromas, de muertes. Les encantan. Sobre todo a los niños. Las
niñas son más difíciles, aunque también los disfrutan. A cambio me cuentan
historias acerca de mundos y realidades enteras que ellos mismos crean. Son
casi como dioses. Me agradan mucho. Y a ellos les agrado. También les agradan
los adultos, no todos… pero algunos. Por eso me siento un poco mal cada vez que
los mato, a los adultos, digo. Ya sea a propósito o por accidente. Sea una o la
otra, esa es la parte más divertida de ellos. Procuro no matar a los adultos
que son queridos por los niños pero no siempre resultan las cosas como yo
quiero. Me apena mucho decirlo pero cuando ocurre, me veo en la necesidad de
mentirle a los niños diciendo que no he sido yo y que desconozco la causa por
la que su o sus queridos adultos han muertos. Esos casos suelen darse porque
terminan descubriéndome y no me queda de otra más que matarlos pues sé que
querrán hacerme daño y, peor aún, apartarme de sus niños. Claro que cuando esto
no ocurre, matar adultos es muy emocionante. Es como cazar. Y tampoco lo puedo
negar… son muy, muy deliciosos. Más cuando están asustados. Algunos vomitan y
se orinan encima y esos fluidos se mezclan con la sangre de las heridas que se
abren al tratar de escapar o pelear por sus vidas. Sus ojos se desorbitan y su
carne se pone dura y masticable. Me tiembla todo el cuerpo de sólo pensar en
ello. Perseguirlos es también parte de la diversión. No les queda de otra más
que jugar a las escondidas conmigo. Pocos ganan y terminan huyendo. Al principio
me preocupaba, ya sabes, porque avisarían a otros adultos y me buscarían para
hacerme daño. Pero nadie les cree, y cuando alguien lo hace, suele ser sólo uno
o dos adultos más. Y me los puedo comer también. Siempre es igual. Siempre
vienen a mí creyendo que pueden matarme y siempre fallan. Me van a hacer
engordar. Pero estoy divagando. Te escribo esta carta para disculparme contigo.
Y para explicarme. Te escribo porque espero que de alguna forma me comprendas y
no me guardes rencor. Probar la carne de tus piernitas ha sido la experiencia
más reveladora de mi vida. Por favor no me guardes rencor. Una vez escuché una
historia sobre una rana y una serpiente. Espero tú también la hayas escuchado.
Espero entiendas. Espero que también entiendas que fue tu culpa. Tuya y de tus
adultos. Tú por hablarles de mí, ellos por creerte. Tú por ponerte de su lado…
y los tres por querer hacerme daño. Me traicionaste. Pero no te guardo rencor.
Me dejaron malherido. De mis diecisiete ojos y ocho lenguas me dejaron sólo una
de cada una y arrancaron el resto. Me arrancaron también tres brazos y una
pierna… rompieron otras dos. Ya no puedo comer como antes. Ni jugar a las
escondidas. De todo esto estoy seguro que ya no recuerdas nada. Eras muy
pequeña y yo muy ignorante. No sabía que ustedes niños crecían y se volvían
adultos. Adultos a los que me gustaba asustar, mutilar, matar y comer. Me sentí
muy triste cuando lo supe. Eso fue antes de probar tu carne. Tu carne llena de
miedo pero también llena de odio. Me odiaste. A pesar del terror que te
invadía, me odiaste porque viste como devoraba a tus adultos. Ese odio te hizo
enloquecedoramente deliciosa. Desde entonces no me he podido negar semejante
placer. Ustedes niños son más deliciosos y más fáciles de cazar. Te escribo
porque eres la última amiga que tuve. Supongo que me siento un poco nostálgico
por los viejos tiempos. Tal vez te visite un día de estos. Tan pronto mis
extremidades terminen de crecer nuevamente. Es una lástima que las de ustedes
no lo hagan. Daría dos de mis aguijones con tal de volver a probar tu carne de
niña. Pero ahora no. En este momento tengo la barriga a reventar.
Nos
vemos luego vieja amiga. Pronto, espero.
Sinceramente
tuyo:
Tu
amigo debajo de la cama
Encontré
esta carta en la entrada de mi casa junto con un recorte de periódico cuyo
encabezado anunciaba:
MÚLTIPLE HOMICIDIO EN MANSIÓN (…)
“¡EL
MONSTRUO LO HIZO!”, ASEGURA SOBREVIVIENTE.
Alguien (algo) la deslizó por debajo de la puerta.
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