lunes, 20 de abril de 2015

CUENTO DEL PANDA

Llevaba ya mucho tiempo abajo en aquella extraña habitación que daba toda la apariencia de ser un penthouse extremadamente costoso.
Lo encontró al final de una puerta de metal muy maltratada pero también muy resistente y, por tanto, difícil de forzar. Misma que halló luego de abrir la trampilla (oculta en cierto prado lleno de flores), bajar unas larguísimas escaleras y toparse con que el sitio aquel era en realidad un búnker para bombas nucleares. De ese hallazgo hacía ya mucho tiempo. Años. Había abandonado todo: familia, trabajo, metas... sólo una cosa lo abandonó a él. No lo hizo de pronto. De hecho aún no terminaba de abandonarlo por completo: Su sanidad. Estaba obsesionado con la mole que se erguía en la pared principal al fondo del penthouse. Una suerte de sarcófago metálico de paredes lisas, más poliedro que cajón. Y negro como el ébano. Se hallaba empotrado a la pared y rodeado de un complejo ramal de cables de todos grosores, que tapizaban por completo el muro mismo y se perdían en las orillas de las paredes laterales. Tenía que abrirlo. Lo necesitaba. La mente ya no le daba para más y las raciones de supervivencia escaseaban en los estantes de la antesala-búnker. Con ambas nociones rondándole por la cabeza, recordó aquellas migrañas que lo aquejaban de pequeño. “Quizá me sentiría mejor ahora si nunca me hubiesen dado en primer lugar”. Por fortuna, un día simplemente desaparecieron, junto con esa extraña sensación que, por vieja, no se le puede llamar recuerdo. El sutil éter de la memoria que se pierde en el olvido pero que, de alguna forma, se queda pegado al córtex y a la piel y que a duras penas se percibe cuando algún estímulo lo activa. Sabor a miedos infantiles, que no por ello menos reales, casi por completo perdidos. Como fuere, lo importante era que ahora gozaba de relativa buena salud y tenía un objetivo que lo impulsaba, con algo de suerte, hacia adelante.
Taladros, mazos, martillos y toda una variedad de herramientas y explosivos que chocaron y se rompieron contra la mole con el correr de los años, como olas contra riscos, al fin rindieron frutos. Le tomó quince largos años abrir el sarcófago. En aquel momento rondaría los treinta y tantos años. Dentro encontró una cápsula transparente que contenía lo que daba la apariencia de ser un hombre convulso suspendido en un extraño líquido azul-violáceo. Tenía el cráneo conectado a un sistema de cables que lo sostenían como si una garra le hubiese tomado por la cabeza. Estos cubrían su rostro y oídos por completo pero la complexión del hombre no dejaba lugar a dudas, era un anciano. A saber cuántos años había estado ahí encerrado. De tanto en tanto, espasmos le recorrían todo el cuerpo y daba violentas sacudidas, chocando y dando manotazos al vidrio. Fue entonces que el hombre, en el borde de la cordura como estaba, cansado, satisfecho y más ansioso por respuestas que nunca, ante lo que le revelaban sus años de esfuerzo, salió de su sorpresa y notó que, al abrir el sarcófago, había dejado caer un cierto sobre. Lo llevó hasta el sillón de cuero instalado en aquel falso penthouse y lo abrió. La carta dentro de él versaba:

“Sí estás leyendo esto, significa que, a pesar de mis más obsesivos esfuerzos, he omitido algo que has de haber rastreado y que te ha traído inexorablemente aquí. Si ese es el caso, también significa que mi plan ha fracasado y por ello te pido una disculpa. Muy probablemente he arruinado tu vida en mi desesperado intento por arreglarla. Nunca creí que un escenario así llegase a ocurrir pero la duda no me permitió dejar algo en caso de que se presentase. Esta carta es la contraindicación a esa duda. A ese escenario improbable. Te pido perdón principalmente porque, al estar leyendo esto, te estás metiendo en una situación que sólo hará tu vida más miserable. Te pido perdón por haberte abandonado. En un momento aclararé todas tus dudas. Te convertí en un huérfano, pero esperaba que fueras más que ello. Quería que fueras un ser humano libre. Y ahora te diriges al final de ésta espiral de perdición. No dudo que hayas dejado todo para estar aquí. Para resolver el misterio. ¿Hijos, esposa, familia, futuro? No. Por supuesto que no los tienes. Esto es lo único que te queda: La verdad. Pero la única verdad que querrás al terminar de leerme es haber elegido la plácida y cómoda ignorancia… ¿Qué le vamos a hacer si ya estás aquí? No más misterios, hijo, sólo la verdad. Y la verdad es que naciste y creciste con la vivacidad y bríos de cualquier infante recién nacido. Naciste dotado con el mismo ímpetu que compartimos todos los seres vivos. Tu madre te legó eso, junto con su vida. Me convertí en padre soltero y por unos años fuimos felices. Luego vino la enfermedad y todo se vino abajo. Veías y oías cosas que no estaban ahí. Te convertiste en una estadística extraordinaria. La esquizofrenia en niños no es algo común y, a pesar de la eficacia de que gozaban los tratamientos, en ti no funcionó nada. No soportaba verte sufrir y menos aún soportaba la idea de que posiblemente nunca tuvieses una vida normal. Así que decidí tomar el asunto en mis manos y construí ésta máquina. Lo que hace es simple. Teleporta la condición que padeces, de tu cerebro al mío. Créeme que no fue sencillo. Lo que sí lo fue, fue mi decisión de hacerlo. Eso es todo lo que necesitas saber por parte de esta carta. El resto de tus dudas se irán disipando en cuanto tu mente comience a procesar lo que acabas de leer. Los detalles que falten aclarar seguramente están en una pequeña libreta guardada en el cajón debajo del sillón en el que imagino estas sentado leyendo esto. Es mi diario del proyecto.
Hijo, quiero que sepas que te am… ”

El hombre explotó en un violento arrebato de ira, tristeza e impotencia. Rompió en llanto y partió en dos la misiva. Tomó por debajo el sillón y lo impulsó lo más lejos que pudo.  Le tomó menos de un minuto vislumbrar la encrucijada en que ahora se encontraba. El cajón se había salido del sillón al haberlo lanzado y de él había caído una pequeña libreta cosida y hecha con hojas recicladas. Se acercó, la tomó y al hojearla encontró una vieja fotografía. Un hombre sostenía en brazos a un pequeño que vestía con un trajecito de panda. Sin duda eran él y su padre. Ambos sonreían. Ambos lucían felices. El hombre cayó de rodillas, llorando a mares. Allí se quedó, solo. Solo con una verdad que ya no quería. Solo con un padre vivo y sufriendo. Solo, con una decisión que tomar.

FIN 


Escrito por Jim Osvaldo Marín Acevedo ( @capitanjms )

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