Estaba
harto de visitar psicólogos, psiquiatras, pronosticadores de sueños, religiosos
y otro montón de especialistas en los sueños y la mente del humano. Por
compasión ya no quería soñarla. Me decían que al acostarme no pensara en ella,
pero yo más que todos sabía muy bien que no la pensaba, ni la imaginaba. A
pesar de todo, allí aparecía ella cada cierto tiempo, como si viviera acurrucada
entre los pliegues de mi almohada o como si mi sábana fuera el recuerdo de ella,
como si eso me cobijara cada noche.
Era ciento por ciento factible que cada
noche que la soñaba, al día siguiente, puntual a un encuentro fortuito me encontraría
con ella, siempre de frente. Ya no quería soñarla, me sentía miserable
verla sonreír en un sueño, tan alegre y rebosando de inocencia, y en la realidad del día ver esa misma sonrisa
desvanecerse al hacer contacto con mis ojos, al tropezarnos por las calles,
siendo tanto ella como yo la piedra y al mismo tiempo el caminante. Ninguno de
los especialistas pudo ayudarme a suprimir aquel sueño de la mente. no tanto porque fuera un mal sueño, en realidad la pesadilla tenia lugar a plena luz de dia y totalmente despierto. Salí del último
consultorio masticando entre los dientes la frase ¡Ya no la quiero soñar! ¡Ya
no la quiero soñar Dios mío! Bajé el último paso de los escalones, el que me
puso en la calle, cerré los ojos sin pensar nada y dejé salir un suspiro, fue
entonces que de mi lado derecho proveniente del suelo salió una voz, era un
mendigo pidiendo limosna, me dijo:
-¿Quieres
un consejo?- qué más da, pensé entre mí.
Así que me acerqué y lo escuche. Fue un precario consejo, efímero y tan breve
que me pareció absurdo, pero fue lo que me ayudó.
-Si ya no quieres soñarla –dijo- ¡Simplemente despierta!
Por: Víctor López (@viktor_reader)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario