Eran las 9 de la
noche y poco faltaba para que él llegará. La simple idea de su entrada por la
puerta principal congelaba el cuerpo Carolina. Era un frío inquietante que la
dejaba paralizada esperando la hora exacta para que él abriera de un golpe la
puerta y la encontrara a ella parada frente a la entrada del hogar entrelazando
sus manos y lista para las ordenes que él demandaba. No recordaba en que
momento su esposo se convirtió en la bestia que era hoy. Recordó que un junio
del 2007 ella cumplió 27 años, llevaban 1 año de casados y 3 años estando
juntos. Y poco a poco había dejado de ser la persona que ella conoció. El
hombre que impulsaba y apoyaba sus
sueños académicos y tomaba en cuenta las decisiones que elegían en conjunto iba
desvaneciéndose a cada hora. Él se desesperaba cada vez con mayor facilidad y
comenzaba a tomar decisiones autoritarias. A gritar o manotear y algunas veces
a golpearla con tal de que ella aceptara lo que le imponía. Ese día, en el
cumpleaños de Carolina salieron a festejar a expensas de que él no quería
hacerlo. Decía que se sentía cansado,
que los amigos de Carolina le caían bastante mal y que no tenía por qué pasar
con alguien más su cumpleaños si para eso estaba él, para que lo pasaran
juntos; a solas. Después de mucho batallar, decidió asistir al bar en el que
Carolina había acordado ver a sus amigos. Todo iba normal, hasta que de un
momento a otro él se tornó violento, dijo que no le gusto como Carolina le
coqueteo al mesero; así como ya le había coqueteado a su mejor amigo y como le
coqueteo a otros hombres del bar momentos antes. Carolina lo miró
desconcertada, sus amigos trataron de oponerse pero ella dijo que tal vez era
su culpa pues algunas veces no se daba cuenta de lo que hacía. También recordó
que en el cumpleaños número 3 de su hijo la golpeo de una manera brutal al
terminar la fiesta, justo cuando los invitados ya se habían ido, porque se
había visto “Demasiado amable” con Fernando, el papá de la mejor amiga de su
hijo.
Más de una vez contó lo sucedido a su madre y
a sus amigos, pero lo único que estos le brindaban eran consejos pasajeros para
medio aliviar malestares eternos. “Lo que pasa es que tienes un carácter
muy duro, deja que él decida; que mande. Eso les gusta; creer que tienen el
control, tú no digas nada, al fin y al cabo él es quien paga las cuentas”
le decía su madre. Así como escuchar a otras amigas y amigos decirle: “Mejor
ni te quejes amiga, a tu marido le va muy bien. Deberías de ver los difícil que
es conseguir o retener a un esposo adinerado con esto de la crisis”
o “Los
hombres somos simples amiga, sólo has lo que te pide y no pongas tantas trabas,
para nosotros como hombres un “no” es un “no” y un “sí” es un “sí” ustedes son
las del problema por confundir los conceptos”. A pesar de que ella veía llorar a su madre por las noches “quien sabe por
qué” o a sus amigas aconsejar de manera diferente a sus hijas “para que no
pasarán lo mismo que ellas pasaron” Carolina hizo caso a todos los malos
consejos. Incluso recordaba cuando ella se decía a sí misma “Sí
él me quiere no me importa que el mundo me odie” y cómo se odiaba al remembrar esto;
así como odiaba los diversos apodos que puso él sobre ella a través del tiempo:
Amor, mi vida, mi cielo, preciosa, princesa, cabrona, inconsciente, canija,
culera, ojete, perra, hija de la chingada, puta… le gustaba pensarlos como
apodos y no como él lo le decía que eran, descripciones. Justo pensaba esto
cuando sonaron unas llaves que se movían con torpeza al otro lado de la puerta.
El filo de la llave trataba de introducir la perilla pero sólo lograba golpear
de manera absurda el borde la entrada. Al cabo de un rato él entro, ebrio. Miro
desde la entrada de la casa a la mujer y alcanzo a balbucear: Pon el agua a
calentar que necesito que me afeites. Sin pensarlo Carolina tenía ya una
charola onda en una mano y con la otra estaba midiendo el agua para que no
estuviera demasiado caliente y fuera perfecta para él. ¿Pero que estoy
haciendo? Esto es más fuerte que yo; se dijo así misma.
En instantes él
se encontraba sentado en la silla en la que cada semana, o a veces menos, Carolina
afeitaba la barba rala y roja que brotaba de su mentón y mejillas. Apúrate que
vengo cansado y quiero descansar, dijo mientras ella corría sujetando
torpemente las herramientas para hacer su labor. Reclinó la silla y comenzó a
frotar el suave jabón sobre la barba gruesa mientras veía como él juntaba los
parpados para disfrutar del ligero masaje que le brindaba el pasar de la brocha
sobre su mentón. Mientras hacia los preparativos Carolina no había dejado de
pensar. Se convirtió en un cerdo, decía. Poco a poco me indujo a ver menos a
mis amigos y más a los suyos; sólo para que después ya no me dejará salir a
ningún lado y quedarme en casa. Me prohibió vestir como yo quería, “Porque
las faldas son para las que andan buscando algo” decía con un tono burlón, ¿Qué
insinuaba? ¿Qué yo era una puta? Sin darse cuenta, Carolina ya se encontraba
afilando la navaja de afeitar “Böker” que él le había dado de regalo en su
cumpleaños, para que sus labores cotidianas y obligatorias le resultarán más fáciles
o al menos eso era lo que decía la tarjeta que acompaño el regalo.
El cuerpo de él
se encontraba desparramado sobre la silla, incluso roncaba. Por alguna extraña
razón esa imagen provoco en Carolina una sensación de rabia, la escena plasmaba
su vida entera. Ella afilando la navaja como afiló sus manos más de una vez
para complacer a un cerdo dormilón. Tiro hacia atrás la cabeza y vio cómo se
movía la yugular. Tomo la “Böker” fuertemente y comenzó a dar trazos finos y
largos sobre el rostro de él; era un movimiento largo y brusco. Mientras
afeitaba sólo podía pensar. Durante toda mi vida me he abandonado con tal de
servirle a alguien que me mantenga como a una sirvienta; o como una mascota. No
podré perdonarme el haberme alejado de mis hermanos; de mis padres; de mis
amigos; de los míos; de mi misma. Pero sobre todo no podré perdonarle a él por
todo, por el rencor ciego y absurdo que le tengo, que me hizo tenerle; por el miedo
en las noches de no saber a dónde estaba y después el miedo a que llegará en la
madrugada. Por los insultos y las ofensas; los moretones y las cicatrices en el
cuerpo pero sobre todo por las heridas en el alma.
Carolina no pudo
notar todo el coraje que sentía y como éste se extendía a través de su brazo y
de la “Böker”. Tampoco pudo notar el torbellino de movimientos que realizaba
cerca de la garganta del otro. De entre un mar de sudor y un rugido cansado de
un golpe dió un último trazo y aventó la silla con el cuerpo hacia el frente; Sólo
para encontrar la cara pasmada y los ojos casi salidos de su esposo. Es… es
perfecto, dijo él. Carolina le miro y contestó: y es lo último... Quiero el
divorcio. Hasta nunca.
Escrito por: Emir Dassaet Zarate Acevedo (@Dassir1)
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