lunes, 26 de enero de 2015

EN EL DILUVIO (PARTE I)

I
Cierta tarde de verano ocurrió aquel que, sin duda, sería recordado como el evento más extraño en la historia de la ciudad. Los personajes de que la presente hacen gala no son, ni por asomo, meras ficciones, muy por el contrario, son personas que tal vez Ud. conozca: amigos, enemigos, familiares... personajes que, llegado el momento, leerá, identificará, quizá despliegue una sonrisa y diga (para sus adentros): "¡Oye! yo conozco a alguien así."

La particularidad del día a que hoy se hace referencia fue que, a pesar de haber tenido un inicio común y corriente, a saber: soleado, alegre y cálido, sin ser demasiado caluroso (lo anterior, en el entendido de que suele haber lugares sobre la superficie terrestre cuyo arquetipo de día común sería exactamente opuesto al recién descrito), siendo las dieciséis horas con veinte minutos en el reloj de Paulina, la bella veinteañera, se suscitó un abrupto cambio allá en el despejado cielo azul, momento justo en que la rubia joven se procuraba la hora. El clima pasó a ser gris, triste (para quien el prólogo de la lluvia inminente pone así) y oscuro. Las precipitaciones no se hicieron esperar y, al compás de los truenos, más cercanos que lejanos (alguien dijo: "Debe ser la panza de Satán" pero nadie puso especial atención en saber quién), las calles quedaron inundadas en un santiamén, situación que, lejos de apaciguar la lluvia, pareció intensificarla. A las puertas del  Cat-café y librería “El gato bibliófilo”, la más grande de la ciudad, alguien dijo: “Tláloc en verdad nos odia”, pero, nuevamente, nadie se ocupó en saber quién fue. Las calles quedaron vacías y los diecisiete clientes (era temporada baja en ventas) que esperaban partir a sus casas, escasos de sombrillas, decidieron entrar un rato más en lo que la tormenta amainaba. Pronto el agua subió y, al rebasar la altura de los dos escalones en la entrada, comenzó a entrar en el recinto. Ni tardos ni perezosos, los empleados (que por cierto eran veinte, distribuidos aquí y allá, los que laboraban esa tarde) cerraron la doble puerta principal, hecha de un vidrio al parecer muy resistente, notificando a la gente lo que ya de antemano se sabía: “En unos momentos hemos de abrir, no bien baje el nivel del agua.” Pero el agua no bajó. Continuó subiendo hasta cubrir la mitad de la entrada, lo que para efectos prácticos, supuso la imposibilidad de escape para todos los involucrados. Incluidos los treinta y siete gatos y ni uno menos.

Durante un buen rato los clientes se avocaron a rondar por los pasillos del lugar. Otros decidieron que no les vendría mal una bebida caliente, en vista del repentino descenso de temperatura. Y otros más optaron por ir a consentir a los gatos, algunos de los cuales estaban bastante asustados debido a la anónimamente nombrada “Panza de Satán.” Conforme el paso del tiempo, las miradas iban hacia la entrada con más y más insistencia, sólo para encontrarse con un monolito de agua verdosa, pesadamente recargado en las puertas de vidrio. Como fuese, la grandeza del lugar proveía de no pocas cosas que ver y hacer. Éste contaba con su propia sala para proyectar películas, un teatro, restaurante, biblioteca, tres galerías de arte, una capillita y un “titipuchal” de pasillos repletos de libros, revistas, películas, artículos de arte, un gran espacio reservado para el “cat-café” y cd´s de música, entre “esto y lo otro.” Uno no creería el tamaño de que el complejo hacía gala: sesenta metros de ancho (vista frontal) por setenta y cinco de largo (vista lateral) por cuarenta y dos metros de alto, todo esto en calidad de meras aproximaciones, que tampoco estamos hablando de un plano y aburrido paralelepípedo. Una gran cúpula coronaba las instalaciones y, aquí y allá, domos y tragaluces de un blanco opaco permitían el paso de los rayos del sol, lo que daba a los pasillos y estancias un aire de sagrado, por lo cual, ventanas como tal no había. Tanto el exterior como el interior hubieron de ser decorados con exóticas y costosísimas maderas nórdicas de pino rojo, brindando un ambiente de sobriedad, paz y confort más que propicia para el noble placer de la lectura y el café… y la adoración de gatos, según fuese el caso. Cierto joven, conocedor de tales pormenores, arrobado como estaba ante semejante obra maestra de la arquitectura y el buen gusto, repentinamente fue sacado de su ensimismamiento.

- ¡Ah! Esto es ridículo… - Exclamó un encorvado anciano, quien sin más y con celular en mano, dispúsose a realizar una llamada.

- ¡Cariño! Cariño, ¿eres tú…? Si. Sigo en la librería. Nos quedamos atrapados por la inundación… ¡la inundación, te digo…! ¿Qué?, ¿pero qué cosas dices mujer? Si en este preciso momento estoy viendo el chaparrón cayendo allá afuera… No podemos salir porque el agua sigue subiendo y ya casi cubre toda la entrada…

Algunos de los que estaban cerca y escuchaban la conversación comenzaron a poner un poco más de atención.

- ¡Que te digo que está lloviendo, mujer…!  ¿¡Que qué!? P-pe-pero… no, no es posible… No, no, no… ¡Está bien, está bien! Espera un momento. Vale, yo te llamo en un rato… ¡Rápido! Usted (señalando a uno de los empleados) ¡encienda el televisor!

Así lo hizo el joven y en la pantalla comenzó el parloteo:


<<¡Las imágenes son increíbles! No lo creeríamos de no ser porque estamos cara a cara con el fenómeno… >>




[FIN DE LA PARTE I]


Escrito por: Jim Osvaldo Marin Acevedo (@Capitanjms)





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