lunes, 19 de enero de 2015

EL ANCIANO.

Era aquel en verdad un anciano afortunado. Había encontrado al fin un columpio desocupado. No sin muchas dificultades logró subirse y, al cabo de media hora, ya se había acomodado casi por completo. Ciertamente era aquel, a sus ciento tres años, pelo cano, espalda encorvada y dientes postizos, un anciano afortunado. Iba todo muy bien cuando, sin quererlo, cometió un error insalvable. Miró hacia abajo. Al instante cayó presa del vértigo y casi se sintió succionado por el vacio entre el suelo y la temible altura a la que se encontraba (unos sesenta, setenta centímetros desde el suelo hasta el asiento pendular). Agarrose con ambas manos, y todas sus fuerzas, de la cadena izquierda de la cual colgaba el columpio, pegando el cuerpo todo lo que pudo contra la misma.

-¡Ay nanita…!  ¡Nanita, nanita, nanita…! ¡Dios bendito sálvame por favor!

Así se lamentaba y rogaba el pobre anciano. Hizo extremo acopio de valor, semi-abrió un ojo y escaneó el pequeño parque infantil en que se encontraba, en busca de alguien que lo pudiese auxiliar. Ni un alma en derredor (esto, en el entendido de que la hora oscilaba, a la par que el pobre anciano, entre 10:30 am y 11:30 am.)

- ¡AUXILIOOOOO!, ¡SOCOOORRO!, ¡ALGUIEN QUE ME AYUDE POR FAVOR!

Así de enjundiosos eran los gritos que pegaba. Al menos así los escuchaba él. Una pareja que paseaba por una vereda cuya separación con el parque era de entre veinte y treinta metros, no pudo menos que escuchar, entre el incipiente barullo del día, un efímero “…ooooo…” allá en ningún lugar, y pasó de largo.

 - Santo niño de Atocha… ¿Y ahora qué hago?

Trató, en la medida de lo posible, de bajarse del columpio pero, una vez más, la dolorosa idea de una larga y terrible caída le carcomió hasta el tuétano. Se asió con más fuerza que antes, si es que las susodichas fuerzas le daban para llevar a cabo semejante proeza. Fuese o no el caso, lo único que le importaba era que le mantuviesen lejos de una muerte segura.
Por espacio de una hora, dos horas… tres, no se suscitó evento digno de mención, excepción hecha por la extraña ausencia de visitantes al parquecito, y en particular, al columpio de al lado… y…

-¡La barra soporte!

¡Por supuesto! ¿Cómo no hubo de ocurrírsele antes? El vértigo, seguramente. Pero ahora que se había percatado de los tubos que sostienen las cadenas y los asientos, sabía que tenía una oportunidad de escapar de aquella trampa mortal. De modo que sacó “fuerzas de flaqueza”, en el sentido más literal que se pueda imaginar, y comenzó a columpiar el asiento en dirección al tubo que tenía más cerca. “Si logro asirme a él, podría deslizarme hasta llegar al suelo…” Así pensaba salvarse el pobre anciano. Poco a poco ganaba más y más impulso, pero por más que se impulsara no lograba alcanzar el ansiado tubo. Llegó a un punto en que la velocidad a la que se arrojaba resultó ser demasiado fuerte como para mantenerse agarrado de la cadena, o al menos eso sentía su flacucho cuerpecillo. Un gato que pasaba por ahí observó, con ese molesto dejo de desdén con que suelen observar los gatos, que el anciano apenas y lograba mover el pequeño asiento en que se hallaba preso.

El esfuerzo fue excesivo y el anciano, agotado y con más vértigo que antes, tuvo que desistir de su heroico, aunque infructuoso, escape.
Una hora y dos más se sumaron al tiempo en que el anciano se recobraba. No pasó mucho tiempo luego de ello cuando pasó por aquel lugar un perro. Un perro grande, para ser exactos.

-¿… Podría ser que...?-. Comenzaba a maquinar su próximo escape cuando el perro salió corriendo en busca de un coche que logró divisar a lo lejos.

-¡Noooo! ¡Perrito, perrito vuelve…! No… Dios, ¿pero por qué a mi? Yo sólo quería un rato en el columpio…

Pasó tanto tiempo, que el pobre hombre perdió la noción del mismo. Y con el cuerpo completamente adolorido, le cayó la noche encima.

No fue sino hasta las 10:30 pm que el parque se hubo de hallar acordonado y lleno de patrullas, policías, muchos curiosos y no pocos reporteros. Al parecer alguien al fin había divisado al pobre anciano y se había percatado de su precaria situación, de manera que procedió, como buen ciudadano modelo, a dar parte a las autoridades correspondientes.

- Con calma anciano. Tenga usted mucho cuidado. Venga…

- ¡Ay Dios! Muchas gracias señor oficial… creí que me quedaría ahí por siempre… pe-pero… Ay Jesús… voy a necesitar unos calzoncillos limpios… yo, yo creo joven, que van a tener que llamar a los de sanidad…

A ver si no se enojan mucho…

FIN



Escrito por: Jim Osvaldo Marín Acevedo (@Capitanjms)











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